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Expresiones

'La carta secreta de Darwin' (Capítulos 32 y 33)

Fedro Carlos Guillén une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

Fedro Carlos Guilén | 19-01-2019

CIUDAD DE MÉXICO. 

TREINTA Y DOS

Algo no andaba bien y Martina lo sabía, su visita a la escuela le había dejado una sensación muy extraña pero no acertaba a saber de qué se trataba. Le urgía que regresara su padre, había decidido interrumpir su embarazo y quería discutirlo con él. Alonso era un gran apoyo, pero insuficiente para la joven. Y el tío Luisito se había vuelto inesperadamente taciturno. La desaparición de Ana parecía definitiva y Martina decidió, junto con Alonso, visitar a Gabriela para darle un poco de apoyo. La encontraron sumida en la depresión y sin ninguna esperanza. Los ojos enrojecidos y algunos kilos menos de peso. En la soledad que había vivido desde el abandono de su esposo nunca pensó volver a sentirse más sola que nunca, como había sido desde la desaparición de Ana. Les ofreció agua y les dijo, mientras prendía un cigarro, sorprendiendo así a los muchachos, pues nunca había fumado.

–Creo que no hay nada que hacer, la policía ya archivó el caso y la psicóloga de la Judicial me dijo que debería empezar a preparar mi proceso de duelo, imaginen eso. Ana se ha vuelto una cifra más. Creo que todo fue mi culpa, nunca debí regañarla de ese modo. Haría lo que fuera por cambiarlo todo. Estoy segura de que si estuviera libre o viva se comunicaría, así que creo lo peor; trata de blancas o violación y homicidio. A veces pienso locuras como que me sentiría mejor si su cuerpo apareciera, ya ha pasado demasiado tiempo, no sé qué voy a hacer sin ella.

–Trata de no perder esperanzas –intentó confortarla Alonso, sin mucha convicción— Ana es lista y seguramente está viva y en algún momento aparecerá, verás que sí.

Gabriela lo miró agradecida:

–¿Saben? Ana siempre fue especial, desde niña dio muestras de generosidad que me impresionaban mucho, alguna vez en un semáforo le regaló su muñeca favorita a una niña pobre y cuando le pregunté por qué había hecho eso contestó “ella la necesita más”. Me conmovió mucho. Cuando su padre nos dejó, quedó muy afectada, simplemente no lo podía comprender y entró en un período de silencio de varias semanas de las que se repuso poco a poco. Su adolescencia fue muy complicada, a veces creo que los padres a pesar de haber sido jóvenes no estamos preparados para entender y atender los problemas de los hijos; el bullying, las drogas, el alcohol, el sexo.

Martina se removió incómoda.

–A veces no sabemos fijar límites, nos sentimos culpables y damos libertades que se vuelven contra nosotros, recuerden lo de Roberto, un chico con todo por delante pero solo y sin atención de sus padres, morir por una sobredosis a los 17 años es una manera muy triste de irse de este mundo. La noche anterior a que Ana desapareciera tuvimos una discusión y le quité el celular como castigo, es probable que si lo hubiera conservado todo estaría bien, pero no, ya ven, ella se ha ido creo que para siempre.

–¿Cómo va lo de las redes sociales? –preguntó Alonso.

–Lo mejor que se puede, abrimos cuenta en Tuiter y Facebook, la gente ha sido muy solidaria, incluidos ustedes dos, pero no ha dado resultado, parecería que se la tragó la tierra.

Los dos jóvenes la miraron, estaba devastada. Se despidieron de ella con un abrazo solidario. La tristeza cortaba el ambiente.

Caminaron por las calles de Coyoacán y llegaron a la plaza en la que se apreciaba una nube de jóvenes alternativos, llenos de piercings, copetes envaselinados a bordo de sus patinetas. La tarde caía y Martina se sentía triste, muy triste. Alonso, para animarla, le propuso que fueran a su casa a ver una serie catalana que le habían recomendado mucho. Cuando llegaron, él le explicó que se trataba de un guión muy bueno que inclusive ya había comprado Spielberg en el que cinco jóvenes se encuentran en un hospital, Martina, con una sonrisa, declinó, le parecía fúnebre:

–¿Cómo se llama la serie?

–Polseres vermelles en catalán, es decir Pulseras rojas.

Algo se removió lentamente en los recuerdos de Martina, lo que no se acomodaba, finalmente halló un lugar y muy exaltada le dijo a Alonso:

–¡Llévame a la escuela, es urgente!

TREINTA Y TRES

Tío Luisito tenía 32 años de no ir a un médico y su salud podía considerarse como un misterio sin resolver, pero eso estaba cambiando. Nunca había sentido malestar alguno a pesar de etiquetar al ejercicio como “mamadas de timoratos” y de su ingesta diaria de raciones muy generosas de Huasteco Potosí. Era su tarde de dominó, se reunía con sus amigos en el Bar Nuevo León, un lugar en la colonia Condesa que aún conservaba el sabor de una cantina y no de porquerías hindúes como el restaurante al que había acompañado a su sobrino Pedro Pablo.

Tomó el Metrobús, un amante de la gorra como él era muy feliz de viajar gratuitamente gracias al programa de adultos mayores que lo eximía del pago. Además, le gustaba observar a la gente que viajaba en su interior; oficinistas, enamorados y algunas mujeres de no malos bigotes. Siempre le cedían el asiento y él jugaba a analizar las personalidades de los pasajeros, mientras empuñaba su bastón. Se dio cuenta de que un joven de unos veinte años que portaba un morral y ropa de menesteroso volteaba en todas direcciones y se interesó. Fingió quedarse dormido y con el rabillo del ojo vio claramente cómo el tipo aplicaba el dos de bastos a un hombre distraído que miraba un programa de bromas en el monitor, y sustraía limpiamente su cartera con los dedos índice y pulgar. No lo dudó ni un instante, se incorporó y le atizó un bastonazo en el antebrazo al carterista que probablemente le luxó el cúbito izquierdo mientras le decía “¡Pinche ratero!”. El asaltante se retorció de dolor y tiró la cartera al piso, varios hombres lo sometieron y en la siguiente estación el agradecido pasajero bajó junto con el delincuente para presentar una denuncia mientras la policía de la estación lo remitía ante las autoridades.

Después del incidente, tío Luisito siguió su recorrido y descendió en la estación Campeche, buscó la calle de Michoacán y atravesó el Parque México, observó la construcción Art Deco y la inmensa pérgola completamente grafiteada por gente que consideraba profundamente pendeja. También observó las diversas razas de perros que sus orgullosos dueños paseaban por el parque y a gente vestida de forma que le recordaba al volcán Paricutín.

Llegó al bar, el capitán lo conocía. Tenía su mesa lista, sus amigos llegaron con los trabajos que daba la edad, se sentaron y pidieron un caldo de camarón, era lo de siempre. Los meseros, acostumbrados al grupo, sabían qué hacer, llevaron lo pedido y un dominó que se esparció en vendaval sobre la mesa. La clave era la mula de seises que el tío Luisito obtuvo y exclamó:

–¡Me la pelan!

Se trataba de un grupo entrañable que se había reunido todos los viernes de los últimos cuarenta años. Roberto, Omar y Sergio sumaban, junto con el tío, una era geológica en edades casi centenarias. Intercambiaban trivias, puyas y bromas mientras jugaban durante horas. Roberto era el único que se mantenía casado, ya que Omar y Sergio eran viudos, todos ellos retirados. La cantidad de datos inútiles que almacenaban era masiva y se divertían formulando preguntas cuya respuesta era casi imposible de saber:

–¿Qué es una hecatombe? –preguntó Omar.

–Sepa la chingada –respondió el tío Luisito.

–Ignorante, es una matanza de bueyes, como tú. En las fiestas religiosas antiguas se hacían matanzas de animales “heca” es 100 en griego.

Sergio preguntó:

–¿Por qué los camarones llevan una “U” y un número?

–En lugar de hacer preguntas pendejas tira tu güera-tres, que es la única que tienes –reviró de nuevo el tío.

Sergio tiró la güera-tres ignoró a Luisito y agregó:

–El número de camarones que se requieren para alcanzar una libra, o sea que U7 son unos camaronazos y U14 son la mitad de grandes.

–Se cierra –Roberto, con un gesto torero, puso la ficha en su lugar y agregó. –Ya se chingaron.

Todos contaron sus puntos y, en efecto, Roberto y Luisito se llevaron la partida.

La tarde transcurría plácidamente.

“Señor, soy paraguayo y quiero a su hija para cogérmela” “¿Para quééé?” “Paraguayo señor”. El chiste de Roberto estalló mientras Omar prendía un Camel sin filtro. Todos rieron.

Roberto era médico y durante años mantuvo una consulta que, al retirarse, transfirió a su hijo. Durante su retiro escribió un libro muy exitoso con numeralia del cuerpo humano que le permitía soltar datos a sus amigos que, sin decirlo, lo disfrutaban mucho.

–Cada día producimos entre uno y dos litros de saliva, esto quiere decir que a los 70 años podríamos llenar una piscina de 30 mil litros, aunque con la edad de los que estamos aquí la alberca podría ser olímpica. Aunque el dato que más llama la atención es el de la velocidad de un espermatozoide, ¿a cuánto creen que van?

Todos se miraron entre sí.

–¿Es albur? –preguntó Omar.

–Hacer una pregunta así a un grupo de viejos seniles es inútil –fue la réplica— aunque no lo crean, viajan a 45 kilómetros por hora, es decir muchísimo más rápido que el campeón mundial de los 100 metros planos. Un último dato, si uniéramos en línea recta todos los vasos sanguíneos del cuerpo medirían 100 mil kilómetros, o lo que es lo mismo dos vueltas y media a la Tierra, ¿qué tal eh?

–Producimos más baba, ya no tenemos esperma y la mitad de nuestros vasos están bloqueados, así qué chiste –dijo el tío Luisito.

A las ocho, como siempre, dieron por terminado el juego. Esta vez ganaron Omar y Sergio, por lo que cada uno recibió entre burlas noventa pesos. Roberto siempre llevaba a Luisito a su casa.

–¿Cómo va lo de tu nieta?

–No muy bien, la pobre no sabe qué hacer, Pedro Pablo anda fuera y para colmo, resulta que el ciudadano responsable es un pendejazo. El otro día conocí a sus padres, un par de idiotas. La verdad es que no se me ocurre cómo ayudar. A ella y a su padre les afectó mucho la muerte de Natalia. Además, no me he sentido muy bien últimamente, creo que estoy viviendo horas extra.

–¿Y por qué no vas al médico? Yo mismo te puedo hacer un chequeo.

–Ni madre, seguramente se asombrará de que esté vivo y me va a querer recetar porquerías que no me da la gana tomar, además me caen gordos los doctores por mamones, sin ofender.

–Pues qué tontería, pero ya sabemos que eres terco como una mula. Cuídate, viejo.

Luisito entró a la casa, Martina se había dormido en un sillón, el viejo la cubrió con una manta, la besó en la frente y se fue a dormir acompañado por el gato Agamenón.

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1. 

(Capítulos 2, 3 y 4)

 
 
 

 

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