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Expresiones

'La carta secreta de Darwin' Capítulos 42 y 43, final

El científico y escritor Fedro Carlos Guillén sigue con interés todo tipo de cartas. Ahora une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela 

Fedro Carlos Guilén | 25-02-2019

CUARENTA Y DOS

Martina y Alonso platicaban en casa de la chica. Lo de Ana, el aborto y la muerte de tío Luisito fueron acontecimientos casi simultáneos que los habían enfrentado a una prueba formidable pese a su temprana edad. Los padres de Alonso tomaron la decisión de separarse y darse un tiempo para pensar si querían continuar con su relación.

–Probablemente es lo mejor –le comentó Martina a su amigo.

–Sí, era ya mucho desgaste, pero es triste ver cómo acaban así las cosas.

Guillermo no lo está pasando bien. Ahora habrá que moverse ¿Sabes algo de Ana?

–Sip, me ha escrito, todavía no regresa al feis, pero parece que están bien,

ahorita andan en Venecia y la siento mejor.

Se reunieron para revisar el sobre de la Universidad de Nueva York que Alonso recibió esa mañana, habían decidido abrirlo juntos, él estaba nervioso y con una sensación ambivalente; por un lado, deseaba muchísimo ser aceptado, su pasión era el cine y era uno de los mejores lugares para estudiarlo. Sin embargo, irse significaba separarse de Martina y ello era muy doloroso. La joven lo sabía, durante las últimas semanas lo compartieron casi todo y ella sentía un cariño creciente por su amigo, quizá pudiera darse algo, pero no quería hacerle abrigar ninguna esperanza hasta estar más segura de sus sentimientos. Era el momento de abrir la carta universitaria y Alonso se la extendió pidiéndole que fuera ella quien revisara el veredicto.

Martina abrió el sobre lentamente, eran varios papeles que fue leyendo en silencio mientras Alonso la observaba atento.

Finalmente, Martina lo miró a los ojos, una sonrisa iluminaba su rostro, una buena noticia:

–Te aceptaron

Los jóvenes se abrazaron.

–No lo puedo creer, ¿me irás a visitar?

–Segurísima, mi padre tiene muchísimas millas para viajar gratis, cuenta con ello, estoy muy orgullosa de ti, realmente lo mereces, te quiero.

–Y yo a ti –fue la réplica de Alonso que estaba muy emocionado con la respuesta de su amiga.

LA CARTA DE DARWIN

El aparato de sonido reproducía el Canon de Pachelbel, Pedro Pablo San Juan se reclinó en el sofá de su estudio. Había terminado el diario de su tío. A lo largo de las páginas descubrió a un hombre cálido, preparado e inclusive erudito en varios temas, elevó un recuerdo a la memoria del viejo que seguramente se estaría riendo en ese momento.

Frente a sí se hallaba la carta de Darwin. Su investigación le permitió averiguar que Mauro Crivelli era el asistente italiano del naturalista inglés, los historiadores le habían perdido la pista a la muerte de su patrón, pero la carta era una prueba de que se había mudado a Venecia, nada más. Pedro Pablo había tomado una decisión y leyó la carta por última vez.

Querido Crivelli:

Estoy seguro de que esta carta le tomará por sorpresa y usted probablemente la leerá después de mi muerte, por lo menos esa es mi intención. Ha sido usted un asistente leal y eficiente y estoy muy agradecido. Le suplico disculpe si alguna vez tuve algún arrebato, nunca fue mi intención ser injusto. He realizado previsiones para que usted reciba una suma que le permita seguir delante de acuerdo a lo que usted juzgue conveniente.

La razón por la que le escribo es profundamente personal y de alguna manera dolorosa. Permítame contarle una historia. En mi juventud emprendí un viaje alrededor del mundo que sentó en mi mente la base de una teoría en la que trabajé, lo digo inmodestamente, con enorme esfuerzo acopiando datos y evidencias. Durante más de 20 años germinó una idea acerca de la transformación de las especies con la que usted está familiarizado. No pienso aburrirlo con detalles que seguramente no encontrará interesantes, ya que el punto central no es la teoría sino cómo la di a conocer a la comunidad científica. En el año del 58 me encontraba preparando la publicación de mi teoría cuando recibí la carta de Alfred Wallace, un joven naturalista que hacía trabajos en Asia. Sin que yo se lo pidiera y de forma espontánea me compartió sus ideas acerca de las transformaciones de las especies. Imagine usted mi asombro cuando descubrí que coincidían plenamente con mi teoría, con el trabajo de la mitad de mi vida. Del asombro pasé a la desilusión, estaba destrozado. Consideré que la actitud de un caballero era la de cederle la prioridad a pesar del dolor que ello me causaba, establecí correspondencia con Lyell y Hooker, a quienes usted seguro recuerda, dándoles a conocer mi determinación. Así debí haber dejado las cosas y sin embargo mi estúpido orgullo y una vanidad que no reconocía en mí, me hicieron germinar una idea que ahora considero despreciable y que nadie, con la excepción de mis dos aliados y ahora usted, conoce.

La tarde del domingo 27 de junio de 1858, recuerdo la fecha con exactitud, me reuní con Lyell y Hooker y acordamos, a sugerencia mía, esto es muy importante, presentar ambos manuscritos, el de Wallace y el mío ante la sociedad Linneana. Sin embargo, esta es la trampa, ante la historia quedó consignado que fueron Lyell y Hooker los que se empeñaron en tomar esta iniciativa a pesar de mi reticencia cuando en realidad la iniciativa fue mía y ellos con su enorme lealtad y cariño aceptaron sin rechistar. Como probablemente sepa, la publicación de “El origen” me dio fama mundial, una fama que no merezco o no por lo menos en su totalidad, ya que mi comportamiento faltó a todas las formas del honor. Usted se preguntará, ¿por qué no lo dijo antes? Querido Crivelli, soy un hombre débil y vanidoso. Sin embargo, creo que los errores se deben reparar a Wallace, le quedan muchos años de vida para gozar del crédito que se merece, así que le pido encarecidamente que reenvíe esta carta a Sir John Lubock, Presidente de la Sociedad Linneana, con dirección en Burlington House, Picadilly, Londres.

Mauro, haga lo que le pido, es importante que la justicia prevalezca al final de todo.

Lo abraza

Darwin

Pedro Pablo San Juan reflexionó un momento, no era claro si Crivelli habría leído o no la carta, en caso positivo claramente incumplió con la instrucción de Darwin. Él tampoco lo haría, si Darwin procedió de esa manera era cuestionable, pero él tenía claro que era un detalle personal que de ninguna manera mermaba su tenacidad y genio científico. Acercó un bote metálico, prendió fuego a la carta mientras pensaba que a veces, muchas veces, es mejor dejar las cosas como están.

Prendió un cigarro, se reclinó y observó la perezosa columna de humo que se elevaba en su estudio.

 

 

Nota del Autor

La necesaria aclaración es que esta es una novela y en consecuencia, ficción. Sin embargo, absolutamente todas las cartas transcritas, con excepción de la que Charles Darwin dirige a Mauro Crivelli, son auténticas. Por supuesto, el mayordomo veneciano es un personaje que sólo existe en mi imaginación, ya que el verdadero asistente del naturalista inglés era un pomposo británico con el que jugaba al billar, pero el hecho de que las cartas de Wallace a Darwin y las de éste a Lyell, Hooker y al propio Wallace sean verdaderas, permiten reconstruir una historia que perfectamente pudo haber ocurrido y que nadie documentó ¿no es eso acaso la ficción literaria? La decisión le pertenece, querido lector.

La Florida, septiembre 2018

 

 

 

Capítulo 1. 

(Capítulos 2, 3 y 4)

 
 
 

 

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