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Expresiones

'La carta secreta de Darwin' (Capítulos 30 y 31)

Fedro Carlos Guillén une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

FEDRO CARLOS GUILLÉN / FOTO: PAOLA HIDALGO | 11-01-2019

TREINTA

Pedro Pablo San Juan se afeitó con prisa, le urgía un cigarro y el hotel era territorio libre de humo de tabaco. Después de vestirse salió a la calle y lo prendió mientras observaba el trajín de la mañana que iniciaba. La zona estaba llena de turistas y algunos trabajadores de la ciudad. Recordó el incidente de Buckingham y pensó que ya nadie estaba seguro. Exactamente a las nueve, Drummond llegó en su auto compacto y se dirigieron a la Universidad de Londres. Ahí, San Juan se encontró con un grupo de aproximadamente 30 estudiantes de posgrado con nacionalidades de lo más diverso posible; asiáticos, negros -San Juan se negaba al eufemismo de llamarlos “afroamericanos”-, árabes y caucásicos. Le parecieron frescos y agradables, algunos llenos de tatuajes y piercings. Les explicó el tema del siblicidio y la forma en la que los científicos de manera artificial creaban una condición de escasez de alimentos poniendo unos collares en los bobos de patas azules con el fin de que tuvieran menor disponibilidad nutricional para analizar si ello estimulaba una mayor agresión de la cría mayor a la menor. Algunos estudiantes objetaron el método por su crueldad y San Juan argumentó que a veces los investigadores tenían que intervenir poblaciones para conocerlas mejor e inclusive preservarlas.    Al finalizar la sesión de preguntas y respuestas convivió en un brunch con los estudiantes y evocó su propia época escolar. Fueron años convulsos y disipados, no sentía originalmente ninguna vocación. Recordaba el día que lo picó un alacrán en las costas de Michoacán en un incidente gravísimo. Durante esa etapa, San Juan coqueteó con la idea de escribir, pronto se dio cuenta de que no era lo suyo, pero conservaba un texto de la época en el que narraba la aventura de un modo más o menos humorístico para paliar la tragedia vivida.

Recordaba el incidente a la perfección, inclusive pensó en abandonar la carrera, pero la idea de confirmar su inconstancia ante los demás, lo disuadió. A la larga fue una decisión acertada; había encontrado con los años que la ciencia es una actividad llena de misterios, de búsqueda y de rigor. Su admiración por Darwin era inconmensurable desde que siguió sus trabajos y su sistemático comportamiento, ahora su prestigio histórico estaba en sus manos. ¡Vaya dilema!

Aprovechó las últimas horas del día para visitar la Torre de Londres, la historia de Enrique VIII le parecía fascinante y algo había hurgado en ella más allá del estereotipo de un gordo sin cejas comiendo un muslo de pollo. La prematura muerte de su hermano, Arturo, lo había convertido en el príncipe heredero y a la vez esposo de su cuñada, Catalina de Aragón, de la cual se divorció en un episodio apocalíptico en el que ella juraba que su matrimonio con Arturo nunca se había consumado. Enrique había ideado todo esto para poder casarse con Ana Bolena, a quien luego mandó decapitar acusándola de incesto. Ambas fueron madres de reinas de Inglaterra, Catalina de María y Ana de Isabel, a la que San Juan no podía desligar de Cate Blanchett. La torre tenía una historia siniestra; Ana fue ejecutada en ese sitio e Isabel permaneció presa algunos meses antes de reinar durante 44 años. Observó a los seis enormes cuervos que, de acuerdo a la leyenda, son los responsables de que la torre blanca se mantenga en pie.

La tarde se extendía en la ribera del Támesis mientras Pedro Pablo se tomaba una pinta cavilando sobre lo que se venía, que no era poco.

Al día siguiente abordó el vuelo de regreso a la Ciudad de México, apagó su celular minutos antes de recibir un mensaje que le advertía que Martina estaba ingresada en un hospital.


TREINTA Y UNO

Mónica citó a Mauro Crivelli en la Plaza Vaticana, él sabía que era el momento en el que ella le daría su determinación acerca de la propuesta matrimonial. Se preparó nervioso y llegó puntual a la cita, lo esperaba sentada en una de las bancas que el Ayuntamiento había instalado recientemente. Mauro se sentó a su lado y esperó, las manos le sudaban y sentía la corbata muy apretada alrededor de su cuello.

Ella lo miró a los ojos:

–Mauro, trataré de ser lo más honesta posible.

“Pésimo presagio”, pensó Crivelli con su desesperanza congénita.

–Estas semanas que hemos pasado juntos me han hecho reflexionar mucho sobre algunas cosas. Desde que mi esposo murió mi única compañía han sido las Hermanas de Livorno y mis estudiantes que arrastran su pobreza día con día. Da pena ver los esfuerzos que hacen para salir adelante cuando sé que tendrán que abandonar la escuela más temprano que tarde para ayudar a sus padres. Siempre quise tener hijos, pero no me fue dado, sin embargo, era muy feliz en la pequeña casa que habíamos acabado de construir. Paolo trabajaba en una fábrica como supervisor de la producción en línea. Una tarde de miércoles tocaron a la puerta, era el abogado de la empresa, al que reconocí de inmediato, ya que la fábrica organizaba paseos campestres a los que los empleados podían llevar familiares. Tuve un muy mal presentimiento. Me explicó con profunda gravedad que uno de los obreros, un jovencito de 17 años se había descuidado y una prensa atrapó su brazo. Paolo corrió a tratar de liberarlo, sin embargo, la enorme presión del metal contra el hueso del muchacho provocó que un tornillo cediera golpeando en la cabeza a mi esposo que murió de inmediato, el joven perdió el brazo. Me explicó que mi marido se había comportado heroicamente y que la empresa estaba dispuesta a darme una compensación. Todo fue muy confuso y lo recuerdo entre brumas, lo enterramos en una colina de Livorno y me sumí en una profunda soledad, ya nada era igual y pensé que era una prueba de Dios, una más. Me refugié con las monjas y ahí conocí a Luisa, mi amiga de Praga que era también viuda y decidimos generar algunos ahorros y viajar juntas con las consecuencias que ya conoces.

Mónica hizo una pausa, tenía los ojos vidriosos. Mauro, con la mirada, la alentó a seguir con su relato.

–Tu compañía ha sido muy importante para mí, a veces he pensado que atraigo a la muerte y estoy segura de que sola difícilmente hubiera podido superarlo. Te lo agradezco y tu propuesta me honra. Pero debo ser profundamente honesta, lo mereces, lo debo decir, no te amo y no puedo asegurarte que lo haga algún día, te veo como un amigo honorable y sincero. Sin embargo, tu presencia constante alivia mi enorme soledad. Si con esto que te he dicho aún decides hacerme un hueco en tu vida, acepto tu propuesta.

Mauro Crivelli respiró aliviado; no obtuvo la respuesta que esperaba, pero era mucho mejor de lo que sus expectativas prometían. Tomó suavemente la mano de Mónica y le dijo:

–Te entiendo y trataré con todo mi aliento de ganar tu amor. Sé que no soy el mejor partido, pero trabajaré muy duro para que seamos felices, no te presionaré, lo juro. Regresemos a Venecia a visitar a mi madre, si estás de acuerdo nos podemos casar allá para que ella nos acompañe. Le dará mucha alegría. Buscaremos un lugar para poner nuestro pequeño restaurante.

Mónica sonrió:

–¿Ya has elegido un nombre?

Crivelli, asintió, estaba contento:

–Sí, se llamará “Down” como el lugar en el que trabajé en Inglaterra durante casi treinta años.

Hicieron los preparativos para el viaje, Mauro escribió a Teresa, su madre, anunciando el inminente regreso, su padre había fallecido ya hace años después de una larga enfermedad y contaba sólo con una hermana menor que se había casado con un comerciante veneciano. La llegada a su ciudad natal fue emocionante para los dos. Venecia era muy hermosa y estaba repleta de turistas europeos que recorrían admirados el laberinto de Babel creado por las decenas de islas que formaban la ciudad. Se dirigieron a su casa natal, una pequeña construcción en la zona de Marghera. La madre de Crivelli vivía sola y se mantenía gracias al dinero que le enviaban sus dos hijos. Cuando vio a Mauro, después de treinta años, se fundió en un abrazo entrañable mientras lloraba de alegría. A Mónica le emocionó el encuentro. Pasado el momento, Teresa les ofreció un refrigerio y entonces le dieron la noticia de su matrimonio, lo que provocó otra sesión de abrazos. Convinieron que Mónica se quedaría con Teresa y Mauro se hospedaría en un hostal cercano mientras hacía los preparativos de la boda y buscaba un espacio que se convirtiera en su vivienda y la Trattoria que ya había diseñado mentalmente.

Los procedimientos administrativos fueron sencillos, el gobierno veneciano, dada su herencia comercial, basaba su desarrollo en la simplificación de los trámites, por lo que Crivelli obtuvo su licencia en pocos días. Después de una búsqueda por toda la ciudad halló un lugar ideal en la zona de Favaro, se trataba de una casa amueblada con habitaciones y servicios en la parte superior y un espacio idóneo para instalar las mesas en la planta baja y sobre la acera que era espaciosa. A Mónica el lugar le encantó y pusieron manos a la obra. Mauro invirtió las tres cuartas partes de su capital guardando el restante para imprevistos y habilitó el lugar siguiendo los consejos de su prometida para hacerlo acogedor y sencillo. Con la ayuda de Teresa, que se convertiría en la cocinera principal, se diseñó un menú basado en pescados, pasta, arroz y carpaccio con queso parmesano, además de bebidas como el prosseco y bellini. La experiencia unió mucho a la pareja que veía cómo el proyecto avanzaba rápidamente y se convertía en una realidad.

Eligieron para su boda el sábado 11 de agosto. Era una mañana espléndida, los acompañaban Teresa, Anabella, la hermana de Mauro, junto con su esposo. Al salir del Ayuntamiento se dirigieron al rehabilitado “Down” para festejar con algunas botellas de vino. Mauro les contó durante toda la tarde de su experiencia inglesa y de Mister Darwin, lo que le recordó a su madre que hacía algunos meses Mauro había recibido una carta desde Inglaterra sin un remitente específico que aún conservaba y ofreció llevarla al restaurante al día siguiente. Fue una velada espléndida en la que todos rieron y festejaron. Cuando finalmente se quedaron solos, Mónica lo abrazó y le dijo:

–Eres un buen hombre, Mauro Crivelli, creo que seremos felices.

 

 

 

 

 

Capítulo 1. 

(Capítulos 2, 3 y 4)

 
 
 

 

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