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Expresiones

'La carta secreta de Darwin' (Capítulos 5, 6 y 7)

El científico y escritor Fedro Carlos Guillén sigue con interés todo tipo de cartas. Ahora une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

Fedro Carlos Guillén / Foto: Paola Hidalgo | 13-10-2018

CIUDAD DE MÉXICO.

El científico y escritor Fedro Carlos Guillén (1959) une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela La carta secreta de Darwin, que hoy publica su cuarta entrega (capítulos 5, 6 y 7).

CINCO

Pedro Pablo San Juan exploraba la red con su computadora portátil. Este hábito lo había adquirido de manera tardía pero sistemática; evitaba páginas poco serias y buscaba aquellas en las que las fuentes eran claras y verificables. Intentaba recordar la correspondencia entre Darwin y Wallace que había leído, hacía ya algunos años, en una rara edición del epistolario darwiniano. En junio de 1858 Darwin recibió una carta de Alfred Russell Wallace desde Ternate en la que le enviaba un ensayo de aproximadamente quince cuartillas en las que, palabras más palabras menos, le proponía una teoría acerca del mecanismo a través del cual las especies evolucionan. El problema es que las ideas de Wallace eran exactamente idénticas a las de Charles, parecían correctas, las había enviado sin conocer las de Darwin y en consecuencia podía asignarse la paternidad de la teoría evolutiva. San Juan buscó la correspondencia de Darwin con sus amigos Charles Lyell y Joseph Hooker, cuando finalmente la halló, hibernó su máquina y salió a fumar un cigarro (“gazmoños” –pensó como siempre-) regresó al espacioso vestíbulo, se sentó de nuevo y leyó la primera carta, dirigida a Hooker, que estaba fechada el 18 de junio de 1858, justamente el día en que Darwin había recibido el envío de Wallace.

Nunca he visto una coincidencia más sorprendente. ¡Si Wallace tuviera copia de mi esquema hecho en 1842 no podría haberlo resumido mejor! Sus mismos términos son ahora los títulos de mis capítulos. Por favor, devuélvame el manuscrito; él no ha manifestado su deseo de que yo lo publique, pero naturalmente voy a escribir ofreciéndolo a alguna revista. De este modo mi originalidad, cualquiera que sea, va a quedar destruida, pero mi libro, si es que tiene algún valor, no sufrirá deterioro, ya que todo el trabajo consiste en la aplicación de la teoría. Espero que dé el visto bueno al esquema de Wallace para poder comunicarle su opinión.

Para San Juan la carta era inequívoca y correcta; Darwin, que por su cautela de ardilla no había publicado su teoría a pesar de que ya contaba con todas las evidencias, abdicaba de su prioridad, se la cedía a Wallace e informaba de ello a Hooker, uno de sus mejores amigos. No había rastro de la respuesta a esta misiva, sin embargo, el 25 de junio, ocho días después, Charles escribió una segunda carta:

No hay nada en el esquema de Wallace que no esté mucho más completo en el mío que copié en 1844 (…). Envié un breve boceto, del que conservo copia, de mis teorías a Asa Gray, de modo que podría con toda exactitud decir y probar que no he tomado nada de Wallace. Me gustaría muchísimo publicar ahora un resumen de mis teorías, pero no logro convencerme de que puedo hacerlo honradamente. Wallace no dice nada de publicarlo, le adjunto su carta. Pero como yo no había pensado sacar a la luz resumen alguno, ¿puedo hacerlo honradamente, aunque Wallace me haya enviado un esquema de su doctrina? Preferiría quemar mi libro antes que él u otro pensara que he obrado indignamente. ¿No cree que el hecho de que me haya enviado el esquema me ata las manos?... Si pudiera honradamente publicarlo haría constar lo que me induce a publicar ahora el esbozo. Me gustaría enviar a Wallace una copia de mi carta a Asa Gray pera demostrar que no le he robado su teoría. A propósito, ¿tendría inconveniente en enviar ésta con su respuesta a Hooker y que él a su vez la envíe a mí? Porque así tendré la opinión de mis dos mejores y comprensivos amigos. He escrito esta carta lleno de tristeza y lo hago ahora para olvidarme del tema por algún tiempo; estoy agotado de tanto meditar. No lo volveré a molestar ni a Hooker ni a usted acerca de este asunto.

Pedro Pablo se exasperó; le irritaba este tono plañidero de Darwin, su falta de decisión y la aturdida solicitud de auxilio. Después de todo, si no había publicado antes era justamente por temor a la reacción pública de la iglesia y de su esposa, Emma, que era una devota cristiana. Merecido se lo tenía. No obstante, en lugar de hacer lo correcto que era responder a Wallace decidió recurrir a dos amigos incondicionales y a pesar de su advertencia en el sentido de dejar el asunto por la paz, al día siguiente escribió una tercera carta. San Juan se interesó aún más y leyó:

Querido Lyell: perdóneme que añada una posdata que refuerce en lo posible los argumentos contra mí. Wallace podría decir: “¿No pensó usted en publicar un extracto de sus teorías hasta que recibió mi comunicación? ¿Es justo que se aproveche de que yo, libremente y sin que usted me lo pidiera, le informara de mis ideas, y que impida de ese modo que yo tenga la prioridad?” Si publicara inducido por el hecho de saber probadamente que Wallace está en la misma línea, sería un abuso. Se me hace duro verme obligado a perder mi prioridad de muchos años, pero no estoy del todo seguro de que eso altere la justicia del caso. La primera impresión es la que vale generalmente y lo primero que yo pensé es que no sería honrado publicar ahora.

Pedro Pablo San Juan sonrió sardónicamente y salió a fumar un cigarro en medio del atardecer veneciano.

“Pinche Darwin”, pensó.

SEIS

Estaba desnuda: atada de pies y manos en el momento que recobró el conocimiento. Cuando Ana subió al auto no imaginó ni por un momento que en menos de un minuto tendría en la cara un paño de tela que la dejó inconsciente casi de manera inmediata.

En la medida que sus sentidos regresaban percibió cómo el miedo se apoderaba lentamente de ella. No sabía qué hora era ni cuánto tiempo había transcurrido. Se encontraba acostada en una plancha de metal cubierta con una sábana. La habitación no tenía ventanas y sólo había una sola puerta metálica oxidada, intentó gritar, pero su voz no le respondió; la garganta estaba seca. Tenía frío y un dolor le atenazaba el bajo vientre, en el piso había un preservativo usado.

La había violado.

Las lágrimas mojaron lentamente sus mejillas y continuaron su sendero de dolor hasta sus hombros. Pensó, también, que no la dejaría ir, no con vida...lo había reconocido. Ensayó torpemente una plegaria pero rápidamente se dio por vencida. Recordó las palabras de su madre, se trataba de una cita de Wilde: "no soy tan joven como para saberlo todo". Cómo le gustaría abrazarla en ese momento, pero era imposible.

La puerta se abrió y entró su atacante con una bandeja, los lentes de gruesos cristales y el cuello de tortuga le daban un aspecto de topo. Ana intentó un gesto de pudor, pero era inútil, estaba completamente inmovilizada.

–Eres un hijo de la chingada, un cabrón –lo veía a los ojos con furia y miedo a la vez.

No se inmutó, dejó la charola en el piso y una bolsa de plástico, cortó las ataduras sin que aparentemente tuviera temor a una posible respuesta de la chica, se dio la vuelta y poco antes de salir dijo:

–Come y vístete, ponte guapa para mí.

Cerró la puerta.

Ana se incorporó lentamente. El dolor crecía, lo primero que hizo fue revisar la bolsa, halló ropa muy entallada y unos tacones altísimos que desechó de inmediato mientras se vestía. No tenía hambre y menos confianza en los alimentos que le había dejado. Trató de calmarse, ya que entendía que sus posibilidades casi nulas de salir con vida sólo se agravarían si actuaba impulsivamente. Pensó que su agresor no tendría por qué sedarla de nuevo; estaba en sus manos y debería conservar sus energías para enfrentar la situación así que dio un mordisco al frío trozo de pizza. Se sentó recargada en la pared y empezó a llorar de nuevo mientras trataba de entender esa pesadilla que apenas iniciaba.

SIETE

La carta de Wallace lo había dejado muy afectado, pero sobre todo lo hizo reconocer que no tenía el temple que pensaba. Hasta ese momento Charles se consideraba un hombre de honor, un verdadero caballero que jamás se apartaría de las estrictas normas que su padre, el doctor Robert Darwin, le había transmitido desde niño. Pensó en él y lo recordó con su enorme humanidad (la mesa en que cenaba tuvo que ser cortada para que su prominente abdomen cupiera a cabalidad), platicando animadamente y presidiendo las tertulias familiares. Charles y su hermano, Erasmo, tuvieron una infancia feliz. Les gustaba caminar alrededor de su vasta propiedad mientras platicaban de temas interminables; los devaneos políticos, las relaciones familiares, las noticias provenientes de América, todo esto en medio de chanzas y bromas que su hermano le gastaba con frecuencia. Cuando llegó el momento de optar por una profesión se llenó de dudas, probó primero la carrera de medicina en la Universidad de Edimburgo pero desistió rápidamente causando una profunda decepción a su padre. Luego fue enviado por el doctor Darwin al Christ´s College en Cambridge con el fin de ordenarse como pastor anglicano sin éxito alguno, parecía un joven sin futuro. Lo que a él le gustaba era la naturaleza, había aprendido conceptos básicos de taxidermia y de historia natural en la sociedad Pliniana de la que se hizo un miembro entusiasta. Dar largas caminatas en las que observaba y recolectaba especímenes era lo que realmente le interesaba. La oportunidad de su vida se había dado en 1831, cuando Joseph Henslow le comentó de un puesto vacante como naturalista en la goleta Beagle que daría la vuelta al mundo con el fin de recabar información para el Almirantazgo acerca de perfiles costeros. La idea lo entusiasmó, pero había un obstáculo; el severo doctor Darwin que se oponía a la idea de manera firme, su carta de negociación fue muy clara “consigue la opinión favorable de un hombre a quien respete y lo pensaré”. El joven solicitó la intervención de su tío Josiah, a quien su padre consideraba sensato y podría ser un magnífico intermediario para finalmente obtener la aprobación que tanto ansiaba.

El viaje, cuya duración estaba prevista para dos años y que finalmente se alargó a cinco, le cambió la vida de manera literal. Charles fue el asombrado testigo de la enorme riqueza biológica que albergaban las selvas brasileñas, recorrió grandes extensiones de terreno en las que halló fósiles de especies completamente desconocidas para él. Encontró, también, vestigios de vida marina a grandes alturas y llegó a Chile pocos días después de un terremoto que redefinió la traza de la ciudad y en el que la línea de costa se movió casi tres metros.

En las islas Galápagos, un archipiélago del océano Pacífico, observó animales que nunca había visto, como iguanas marinas, enormes tortugas y pájaros pinzones cuyos picos eran de formas y tamaños diversos en función del alimento que obtenían en las diferentes islas. El germen de una idea se apoderó de Darwin; las especies se modificaban con el tiempo y era necesario explicar el mecanismo que promovía este cambio. Cuando regresó a Inglaterra en 1836 tenía perfectamente claro que su vida se dedicaría a develar "el misterio de los misterios", como se le llamaba. No sería sencillo, ya que la iglesia se erigía como un opositor formidable a cualquier teoría que contradijera sus principios de inmutabilidad, no en balde el Arzobispo de Ussher, en el siglo XVII había calculado la edad de la Tierra mediante mecanismos ignotos y sostenía, lo mismo que el corpus eclesiástico, que ésta se había creado el 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo. Nada más y nada menos que contra estas hipótesis aplastantes tendría que lidiar.

Miró la carta de Wallace sobre su escritorio de roble y pensó exasperado que el trabajo de una vida se iba por la borda inexorablemente... Movió la cabeza de manera lateral, un pensamiento que trataba de apartar de su mente ganaba terreno y podría brindar una solución. Tendría que valorarlo con cuidado.

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1. 

(Capítulos 2, 3 y 4)

 
 
 

 

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