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Expresiones

'La carta secreta de Darwin' (Capítulos 36 y 37)

Fedro Carlos Guillén une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

Fedro Carlos Guilén | 02-02-2019

CIUDAD DE MÉXICO. 

TREINTA Y SEIS

El acqua alta invadió la Trattoria Down en el año de 1899, poco antes de que Mauro Crivelli cumpliera setenta años de edad. Los venecianos, acompañados de una paciencia bíblica ante las inundaciones, siguieron la rutina aprendida a lo largo de los siglos para paliar sus efectos. Llevaron los objetos valiosos a las plantas altas, tapiaron puertas y ventanas y esperaron hasta que las aguas cedieran en su invasión consuetudinaria.

Los años habían transcurrido con una cauda de consecuencias; Teresa, la madre de Crivelli, había fallecido dormida una noche de agosto en plena canícula. Era una pérdida irremplazable, pero esperada debido al deterioro creciente de su salud. Hacía algunos años que ya no preparaba la comida en Down, pero su dignidad veneciana la movía a supervisar la exacta mezcla de ingredientes en la ampliada cocina de la trattoria que después de mucho esfuerzo se había convertido en un éxito, volviéndose uno de los sitios predilectos de la clase media local.

Fueron años muy felices para Mónica y Mauro, sólo interrumpidos por el deceso de Teresa y la salida del hogar de Isabella, a la que querían como una hija, comprometida en matrimonio con un comerciante florentino. Se había convertido en una mujer muy hermosa. Un día su madre la fue a buscar y trató de disculparse por su complicidad en el abuso de su padrastro, Isabella la escuchó, le dijo que nada había que perdonar pero que prefería no volverla a ver debido a los recuerdos que le traía.

Cuando cumplió 21 años, junto con Mónica emprendió un viaje al pueblo natal de ésta última para poner en orden algunos asuntos pendientes, a su regreso se detuvieron en Florencia para conocer la ciudad, pasearon por sus calles un par de días, en la víspera de su regreso cuando se encontraban descansando en una banca después de recorrer la Galería de la Academia. La belleza de la joven llamó la atención de un hombre que pasaba por ahí y que con enorme temeridad presentó sus respetos a ambas, extendió su tarjeta y pidió permiso para hacerles una visita. Mónica, algo tensa pero cortés, le explicó que ellas no vivían en la ciudad y que estaban de paso. El caballero que se presentó como Guido Calderoni, un hombre apuesto de quizá 30 años de edad, replicó a su vez que debido a su trabajo viajaba por toda Italia y entonces pidió licencia para poder enviar una carta a la joven. Después de ciertos titubeos, pero advirtiendo que Isabella no se encontraba incómoda, Mónica accedió. Pasadas las semanas llegó finalmente una carta de Calderoni que inició un escarceo epistolar en el que después de algunos meses se produjeron de manera espontánea el amor y la promesa matrimonial.

–¿Quién se enamora por carta? –rezongaba Crivelli.

–Muchas personas lo hacen, Mauro, al conocerme casualmente, ¿pensaste que hoy estaríamos juntos? –defendía Mónica que albergaba profunda simpatía por Guido.

Los preparativos para la boda siguieron las barrocas costumbres italianas, Crivelli, como era natural, pidió informes de Calderoni que resultaron satisfactorios. Los padres de Guido llegaron a Venecia a solicitar formalmente la mano de Isabella hasta que llegó el día. Eligieron la Chiesa di Santa Maria dei Miracoli. La joven lucía radiante con un vestido de gro blanco y una hermosa corona de azahar. Al terminar la boda todos se dirigieron a la Trattoria Down que se había cerrado para albergar a los invitados que comieron y bebieron felices hasta altas horas de la noche.

Mauro y Mónica se quedaron solos después de casi 20 años de casados, por lo que decidieron emprender un viaje y tomarse el descanso que ya necesitaban. La Trattoria contaba con un encargado de confianza que vigilaría el buen funcionamiento del negocio. Subieron por la bota italiana y llegaron directamente a Praga buscando el lugar en el que se habían conocido, la ciudad mostraba pocos cambios y desplegaba su imponente hermosura, una tarde en el puente de Carlos, Mauro se detuvo, miró a los ojos a Mónica, y le dijo:

–Mónica, me has hecho un hombre muy feliz. Creo que nunca te lo he dicho o por lo menos no de manera suficiente. Los años que pasé en Inglaterra fueron de una profunda soledad y estaba ya resignado a terminar el resto de mis días en esa condición. Conocerte me devolvió una vida que no sabía posible y quiero agradecerte todo lo bueno que hemos vivido. Creo que el final se acerca y quiero que este momento, esta tarde y este puente los recuerdes siempre a mi lado.

Mónica hizo un gesto:

–¿Te has sentido mal?

Mauro negó con la cabeza.

–Son presentimientos, pero no hablemos de eso, ¿quieres? Mira qué bello paisaje.

Ella le tomó la mano.

Espera Mauro, yo también te quiero decir algo. Cuando nos casamos estaba llena de dudas, no sabía si te podría hacer feliz y sé que lo mereces. Pero tu amor, generosidad y paciencia me conquistaron muy pronto. Como te dije hace mucho eres un buen hombre y han sido años de mucha felicidad para mí. Sólo te pido que no vuelvas a mencionar algún mal presagio porque me harás enojar y sabes que puedo darte un problema muy serio, recuerda nuestro aniversario.

Ambos rieron. Hacía algunos años Mauro había pasado por alto el aniversario de su boda y Mónica, que tenía preparado un regalo, hizo un enorme disgusto y no le dirigió la palabra a Crivelli durante tres días.

Viajaron hacia el oeste y pudieron admirar la recién construida Torre Eiffel que seguía desatando polémica entre muchos parisinos que la consideraban horrenda. Crivelli quería enseñarle Londres a Mónica, cruzaron el canal de la Mancha y llegaron a la capital inglesa después de desembarcar en Dover. Pasearon por la gran ciudad y tuvieron la oportunidad de ver a los lejos uno de los últimos paseos de la reina Victoria en su carruaje.

Al visitar la Abadía de Westminster, Mauro se detuvo en seco y de pronto e inesperadamente gruesas lágrimas avanzaron por sus mejillas.

–¿Qué pasa, Mauro?

Mónica nunca lo había visto llorar, ni siquiera ante la muerte de Teresa.

–Es Darwin, mi patrón, lo veía todos los días dar caminatas en lo que él llamaba su sendero de reflexión y pasaba horas en su estudio escribiendo o leyendo la numerosa correspondencia que recibía diariamente. Me conmueve mucho verlo aquí. Quiero regresar a Down, ¿te parece?

Su esposa le apretó el hombro con simpatía y asintió mientras Mauro tomaba una nota mental para destruir la carta de Darwin a su regreso a Venecia.

Recorrieron cada rincón de Londres y un día fueron a Down, Emma Darwin había fallecido tres años antes y la casa estaba en alquiler. Cuando Mauro explicó quién era, amablemente les dieron acceso y entonces evocó todos y cada uno de los momentos que ahí vivió desde su llegada en plena juventud; las “clases” de italiano a los niños Darwin, la muerte prematura de varios de ellos, la seriedad con la que su patrón se tomaba su trabajo y la bondad solidaria de Emma, su esposa.

Pasados los días regresaron a Francia, era momento de velar nuevamente por el restaurante. Se hospedaron en un pequeño hotel en el Quartier Latin, la primera noche. Recorrieron un poco el barrio y regresaron a descansar. A la mañana siguiente, Mónica se levantó temprano, Crivelli dormía plácidamente, ella sonrió e inició las labores de aseo personal. Después de una hora decidió que era momento de despertar a su esposo, movió suavemente su brazo, estaba frío. Mónica, aterrada, se dio cuenta de que no respiraba y gritó sin ningún control.

Mauro Crivelli, veneciano de nacimiento, había muerto.

TREINTA Y SIETE

Pedro Pablo San Juan necesitaba tranquilizarse, le pidió a Alonso que lo acompañara a la cafetería del hospital, se sentaron y le dijo al muchacho.

–Vamos a ver Alonso, empieza desde el principio.

El chico se veía muy cansado.

–Ayer fuimos Martina y yo a ver a Gabriela para hacerle algo de compañía, estuvimos un rato y luego llegamos a mi casa. Compré una serie catalana que quería ver con Martina. Cuando se enteró del título, “pulseras rojas” algo pasó porque muy agitada me dijo que la acompañara a la escuela. Hice lo que me pidió. Cuando llegamos ya era tarde y sólo estaba Froy, el velador. Martina le dijo que había olvidado unas carpetas y que sólo tomaría un minuto. Nos dejó pasar y entró a la oficina de Adolfo.

–¿El psicólogo?

–Ajá, él. En una tasa que estaba llena de plumas había medio escondida una pulsera. Martina la tomó y luego me pidió que le hablara a los dos Toños.

–¿Los del equipo de futbol? No entiendo nada.

–Ellos, quedamos de vernos en mi casa, les explicamos que era urgentísimo, aunque te confieso que yo tampoco entendía nada. Como a los cuarenta minutos llegaron los dos. Fuimos a mi cuarto Martina, cerró la puerta y nos mostró la pulsera que era una trenza de cuero café. Entonces nos contó que en el viaje de la escuela que hicimos a Córdoba ella y Ana compraron una idéntica. Y que el hecho de que la misma pulsera estuviera en la oficina de Adolfo era muy sospechoso.

–¿Qué hacemos? –preguntó Alonso.

–Yo digo que avisar a la policía –sugirió Toño 2–. Los dos Toños eran estudiantes de la escuela, sin parentesco alguno pero homónimos de nombre y fortaleza, para distinguirlos se habían elegido los números 1 y 2.

Martina intervino:

–Estas pulseras son muy comunes, así que no podemos estar para nada seguros, imagina el desmadre si estoy equivocada, además, si llega la policía y es él, podría ser peligroso para Ana, si es que está viva y en su casa. Tengo una idea que no creo que sea peligrosa. Lo primero es conseguir su dirección. ¿Se acuerdan que Higgins nos dio su cel, dizque para estar siempre a nuestra disposición? Alonso, llámalo y dile que le queremos dar un regalo a Adolfo para agradecerle todo, que varios salimos de viaje y como la escuela ya cerró sólo lo podemos verlo personalmente ahí.

Alonso obedeció.

–Lo que se me ocurre es que vayamos a su casa pero que ustedes se escondan, y si abre la puerta me vea solamente a mí. Llevaré mi cel en la mano con la tecla de send sin apretar pero en marcación rápida al cel de Alonso. Le enseñaré la pulsera y veré cómo reacciona, si algo sale mal marcaré, entonces ustedes tienen que entrar en chinga, tirar la puerta o romper los vidrios, lo que sea necesario y someterlo, es un charal, así que no tendrán problema.

Los jóvenes se volteaban a ver dudosos.

–¿Tienen miedo? –preguntó Martina.

–¿Estás segura que es la misma pulsera? –preguntó Toño 1.

–Segurísima, pero no es concluyente, puede haber muchas como ésta creo que vale la pena intentarlo, lo peor que puede pasar es hacer un oso.

Los Toños asintieron.

Alonso terminó la llamada y dijo:

–Tengo la dirección.

Pedro Pablo interrumpió el relato del muchacho exasperado y le sujetó un hombro.

–¿Cómo le permitieron a mi hija hacer eso? ¡Es increíble!

Alonso se veía apenado y abatido. Pedro Pablo comprendió que era injusto y soltó al muchacho.

–Lo siento, Pedro Pablo, la verdad es que no lo pensamos muy bien y el plan era el mejor que teníamos.

Cuando llegaron a casa de Adolfo, en Narvarte, se apearon del auto, Martina se dirigió a la puerta, iba nerviosa, el psicólogo escolar siempre le había parecido un bueno para nada y no estaba segura de si estaría cometiendo una injusticia. Los jóvenes se quedaron rezagados y listos. Habían tomado unos cuchillos de una tabla de madera en la cocina de Alonso.

Martina tocó una vez y esperó, no pasó nada, exactamente en el momento que tocaba por segunda vez se abrió la puerta, era Adolfo que la veía a través de sus gafas de fondo de botella.

–¿Qué haces aquí?

–Te traigo un regalo, me voy mañana de viaje y como ya salimos vine a tu casa.

Adolfo se veía tranquilo pero firme. Martina dudaba.

–No creo que sea apropiado que una alumna visite en su casa a un miembro de la planta docente –replicó.

–No te preocupes, Higgins lo sabe, me dio tu dirección porque te quiero hacer un regalo.

–Ah ok, gracias, pero estoy por salir, ¿por qué no me lo das aquí?

Esta vez las sospechas de Martina crecieron.

–Sólo tomará un minuto, te lo daría aquí, pero tengo que explicarte cómo funciona. Anda Adolfo no seas sangrón.

Adolfo finalmente le franqueó el paso. Martina entró y analizó la habitación que no mostraba nada anormal. Una sala con sillones de tela verde, algunos libros de psicología en una repisa, cuadros impresionistas y un comedor en cuyo centro había un frutero con plátanos y uvas. Era la casa de un hombre meticuloso y ordenado.

Martina sacó la pulsera y se la mostró a Adolfo.

–¿Qué es esto?

La reacción de Adolfo fue la de alguien que parece recibir, con alivio, una noticia que esperó por mucho tiempo:

–Una pulsera, es evidente.

–Ajá, una pulsera que estaba en tu oficina y que para tu mala suerte es igual a una que compré con Ana el año pasado en Córdoba.

La suerte estaba echada, Higgins sabía de la visita, por lo que era momento de quemar las naves. Pero no se iría solo. Se abalanzó sobre Martina, quien al verlo venir tuvo tiempo de pulsar el “send” de su celular. Intentó ofrecer algo de resistencia pero él era mucho más fuerte, la empujo violentamente y cayó desmayada en el centro de mesa de la sala en el justo momento que la puerta cedía ante la fuerza de los tres muchachos que entraron blandiendo sus cuchillos.

Adolfo los miró, hizo un gesto conciliador levantando las manos y tuvo tiempo de sacar de su bolsillo una pequeña caja de la que extrajo una pastilla, se la llevó a la boca y mientras los chicos lo derrumbaban abrió los ojos de forma terrible, saliva blanca salía por las comisuras de sus labios. Estaba muriendo de manera muy rápida.

Pedro Pablo no lo podía creer, su sensación era ambivalente; la historia era de novela barata. Sentía un enorme coraje por la irresponsabilidad casi suicida de su hija y por otro un enorme afecto a su valentía. Miró a Alonso, prendió otro cigarro cuando el médico llegó, era un hombre ligeramente obeso de barba crecida y mirada confiable.

–¿Señor San Juan? Martina sale de terapia intensiva en media hora, logramos estabilizarla. El golpe no era grave, pero hubo complicaciones con el aborto. Le sugiero vaya a su casa y descanse, la podrá ver en unas horas.

Pedro Pablo asintió de forma casi mecánica. Salió a la calle y pidió un taxi. Llegó a su casa. Había mensajes de la aerolínea acerca de su equipaje en el aeropuerto. Se bañó, fue a su estudio y lloró como nunca lo había hecho.

 

 

 

 

 

Capítulo 1. 

(Capítulos 2, 3 y 4)

 
 
 

 

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