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Expresiones

'La carta secreta de Darwin' (Capítulos 21 Y 22)

Fedro Carlos Guillén une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

Fedro Carlos Guillén / Foto: Paola Hidalgo | 01-12-2018

CIUDAD DE MÉXICO.

VEINTIUNO

Ante el maremágnum en que se había convertido su vida, apenas reparó a tiempo que los exámenes universitarios de admisión se aproximaban; ella se inclinaba por la biología y su opción era la UNAM, sin embargo, la demanda y la oferta eran profundamente asimétricas, por lo que las probabilidades de entrar eran muy bajas. Sus ánimos no eran los más altos, pero decidió que debería presentarse. Ya habían transcurrido dos semanas de lo de Ana y no había una sola pista, su padre se veía deprimido y triste, aunque sentía su respaldo total. Su refugio era Alonso, que había enviado papeles a la Universidad de Nueva York con el propósito de estudiar dirección de cine.

–Sólo tres películas en la historia de los Óscares han ganado los cinco más importantes que son, actor, actriz, guión, director y película, ¿sabes cuáles son? –preguntó Alonso a Martina mientras mordisqueaban un bocadillo.

–Ni idea –replicó la joven– eso sólo lo sabe un nerdsote como tú ¿cuáles son?

Sucedió una noche, de 1934; Atrapado sin salida, de 1975 y El silencio de los inocentes, de 1991.

–¿La primera de qué trata?

–Es con Clark Gable y Claudette Colbert, una comedia romántica bastante chida, si quieres te la presto.

Martina observó al muchacho, lo quería mucho y sabía que él estaba loco por ella. Sin embargo, lo veía como a un amigo, quizá un hermano al que no podría corresponder de otra manera. Ambos se embarcaron en la revisión de las guías de estudio que habían adquirido para el examen de la UNAM. Martina se exasperaba un poco por su incapacidad para las matemáticas:

–Estoy segura de que cuando llegue a un banco a cambiar un cheque la cajera nunca me va a decir “¿Sabe usted que la integral es el área bajo la curva?”, esto es una pinche inutilidad. Mira esta: “La nota editorial tiene función: a) apelativa, b) informativa, c) referencial, d) emocional, e) fática” no mames, Alonso, ¿a quién chingados le importa? O esta otra: “El cantar de los Nibelungos pertenece al: a) barroco, b) romanticismo, c) Medioevo” ¿Quién será el idiota que diseña esto?

Mientras se quejaba, Martina pudo ver que Alonso suspiraba:

–¿Cómo va lo de tus padres?

–De mal en peor, al principio se preocupaban porque no nos diéramos cuenta, pero ya ni eso. A mi padre lo liquidaron y está muy deprimido, dice que a su edad ya nadie lo va a contratar. Mi madre trabajando como loca para pagar los gastos. Ya Guillermo ofreció que lo inscribieran en una escuela pública, su intención era la mejor, pero eso los hizo sentirse todavía peor y para colmo mi madre sospecha que mi papá tuvo un ligue con una mujer de su trabajo, él lo niega pero el ambiente está de la chingada. Yo creo que se van a separar y eso nos tiene mal a Memo y a mí. Llevan casi veinte años de casados y no me imagino viéndolos separados.

–Lo siento –respondió Martina mientras le apretaba el hombro al muchacho que se despidió de ella.

Esa tarde se sintió muy vulnerable, estaba leyendo La elegancia del erizo, de Muriel Barbery, una novela que narra la historia de una niña notable con intenciones suicidas. Jamás había pensado en ello y sin embargo, le dio una vuelta al asunto. Al final se trataba de una salida definitiva a todos sus problemas. Se entretuvo analizando cómo lo haría ¿veneno? No hacía mucho una compañera de su escuela que estaba profundamente deprimida por el maltrato de su novio se había cortado las venas de manera superficial y sus padres la hallaron a tiempo.

El teléfono sonó, era Alonso:

-Hola, pasó algo horrible y quiero advertirte.

-Nada puede estar más jodido –fue la réplica cansada.

–El hijo de puta de Barberena subió una foto tuya al feis, te pido que no la veas.

Martina de inmediato sacó su tableta y entró a la página, en efecto, había una imagen de ella que por medio de fotoshop mostraba un vientre de embarazada y debajo de la imagen se leía un texto con una flecha: “ por puta”. La chica sólo acertó a darle las gracias a Alonso, colgó el teléfono y se hizo un ovillo en la cama. Así la encontró su padre en la noche, sola y con los ojos húmedos. Martina lo vio y le dijo:

–Extraño a mamá.

Pedro Pablo San Juan la abrazó, no sabía si serían capaces de aguantar tanto pinche dolor.

VEINTIDÓS

Sin saberlo, el intento de fuga de Ana le salvó la vida. Su captor había decidido ya que era momento de terminar con todo. Los días pasaban y la apatía de su presa comenzaba a cansarle. Sabía que estaba a salvo, ya que nada lo podría conectar con el secuestro si mantenía inalterada su rutina. Recordó el caso de Paul Bernardo y Karla Homolka, una pareja canadiense de asesinos seriales. En enero de 1993, Karla llamó a la policía denunciando una agresión por parte de su esposo para horas después confesar los crímenes. Salió libre en 2005, mientras que Bernardo se pudre en la cárcel de Kingston en Ontario.

El secuestrador trabajaba solo, era meticuloso y no creía en los errores; las mataba por asfixia y luego desmembraba sus cuerpos que emparedaba en un rellano del sótano. No seguía una rutina para obtener a sus víctimas, por lo que era muy difícil que se encontrara un patrón y confiaba en que la policía las daría por “desaparecidas” en todos los casos. Sin embargo, una tarde cometió un descuido al cerrar la puerta del encierro debido a que inéditamente había sonado el timbre. Ana se dio cuenta de ello y se acercó y la abrió lentamente. No sabía dónde estaba, ni cuál era la salida, se trataba de una estancia amplia sin muebles y con varias puertas. Probó una de ellas, pero era un baño, la segunda accedía a una escalera con otra puerta en la parte superior. Subió tratando de hacer el menor ruido posible aunque su respiración era entrecortada y se encontraba entumecida. Abrió la puerta lentamente y su pulso se aceleró al ver un teléfono celular sobre una mesa de madera, se aproximó y marcó el número de su casa, el teléfono registró cuatro timbrazos, escuchó la voz de su madre pidiendo que se dejara un mensaje. En el preciso momento que Ana estaba a punto de hablar, la conciencia la abandonó debido a un impacto en la cabeza que su captor jadeante y furioso le asestó.

La cargó y regresó a la mazmorra, fue por algodón y gasas, limpió sus heridas y regresó a la estancia. Sabía que ella no se había podido comunicar, pero estaba también seguro de que el teléfono al que había llamado debía registrar la llamada. Sin embargo, pensó que no era importante, ya que seguramente no se le asignaría ninguna importancia. El intento fallido de fuga reavivó su deseo, ¿quería luchar? eso era precisamente lo que él necesitaba, hacer valer su poder.

Sus manos se crisparon, las uñas se encajaron en sus palmas; recordó aquella noche en que se encontraba en su cama, tenía 9 años, y su padrastro entró a su recámara. Lo detestaba desde que su madre se casó con él al morir su padre. Uno de los primeros cambios en su casa fue la llegada del alcohol. Su madre y el imbécil bebían sin control y entonces venía el infierno, practicaban sexo en su presencia o vandalizaban su casa. Nadie velaba por su rendimiento escolar o por su alimentación en una situación que se agravaba día con día. Esa noche lo sintió acercarse a su cama, se hizo un ovillo y pudo percibir su fétido aliento alcohólico, sintió cómo lo sujetaba por los hombros mientras tapaba su boca para ahogar sus gritos, se frotó contra él hasta que se quedó dormido. Él, aún sacudido por la experiencia, no lo pensó dos veces, fue hasta la cocina, tomó un cuchillo, regresó a su recámara y lo hundió en su costado. Lo que siguió fue muy confuso, ya que el hombre no murió, pero al analizar el caso las autoridades decidieron separarlo de su madre e internarlo en una casa de asistencia infantil donde vivió nueve años rumiando su odio hacia todo. Era terrible; si bien había jóvenes voluntarios que los visitaban los fines de semana para acompañarlos y dotarlos de algo de ropa y alimentos, el lunes las cuidadoras los despojaban de todo, los vestían con harapos y los bañaban utilizando mangueras de presión. Su único refugio era el estudio y, contra todos los pronósticos, al salir del albergue consiguió un trabajo eventual y estudió una carrera que le permitió ganar cierta estabilidad económica e iniciar sus tareas de predador sexual.

No sentía el menor remordimiento, se trataba de un sistemático ajuste de cuentas. Él había pagado y ahora le correspondía cobrar por esa vida perra.

Ana despertó adolorida y furiosa, se había escapado una oportunidad que seguramente no se repetiría. Se sentó y se recargó en la pared. Para evadirse, trataba de recordar su vida y evocar los mejores momentos. Su infancia fue muy feliz, hija única de Carlos, profesor universitario de historia, y de Gabriela, artista plástica. La afición de sus padres por los viajes le permitió desde muy temprano conocer ciudades y pueblos bellísimos: Janitzio, San Miguel de Allende, Taxco, Campeche, San Cristóbal de las Casas desplegaron su colorido ante sus asombrados ojos infantiles. Disfrutaba mucho caminando por las calles empedradas tomada de la mano por sus padres escuchando las disertaciones acerca del valor histórico de las murallas de Campeche o el baluarte de la Alhóndiga de Granaditas. A veces, si los viajes lo permitían, los acompañaba Anastasia, una perra labrador que había llegado a casa poco después del nacimiento de Ana y que coincidentemente tenía su edad. La adoraba y recordaba la rutina dominical acompañando a su madre al cercano puesto de periódicos en compañía de su mascota, una verdadera experta en perseguir la pelota que ella le arrojaba. Los esperaba el desayuno y entonces se sentaban todos en la mesa del jardín a platicar y contarse la semana. Recordó también el ingreso a la primaria donde conoció a Martina, la mejor de sus amigas, con quien había establecido una complicidad que duraba ya más de diez años. Eran inseparables y pasaban tardes enteras juntas viendo películas dibujando o navegando por la red en busca de sus cantantes favoritos. Los padres de Martina, Pedro Pablo y Natalia, la habían invitado a Europa cuando tenía 12 años de edad, fue una experiencia inolvidable. Recordaba el ascenso en elevador a la torre Eiffel y la vista magnífica de la noche parisina, también las interminables escalinatas de Monmartre y la misa que se celebraba en la iglesia del Sagrado Corazón, ese día se extravió, de pronto perdió de vista a Martina y su familia y rehízo sus pasos sin poder encontrarlos, por alguna razón que había olvidado no se alarmó, se dirigió al hotel cuya dirección recordaba y esperó. A las nueve de la noche llegaron los San Juan, la abrazaron y se fueron a cenar para compartir la aventura.

Con Martina había inventado un lenguaje que sólo ellas entendían y que se basaba en la modificación de ciertas sílabas, fue con ella también que llegaron las primeras citas dobles con chicos de la escuela secundaria. Alguna vez en el cine, uno de sus amigos la intentó besar con tan mal tino que no pudo contener un estornudo nervioso en la cara de Ana. Las carcajadas de Martina provocaron que los sacaran de la sala.

A veces, cuando Martina no estaba, visitaba al tío Luisito para obsequiarle unas golosinas que hacía su madre y que al viejo le encantaban. Pasaba horas escuchando sus historias de juventud salpicadas con una enorme dosis de humor. Quería mucho al viejo y lo consideraba un abuelo sustituto, ya que los suyos fallecieron antes de que ella naciera. Recordaba perfectamente la historia de un cura en Chiapas y otra de un hombre que fabricó una máquina voladora de pedales y utilizó a su sirvienta para probarla, “quedó como quesadilla” –decía tío Luisito.

Desde muy joven supo que quería estudiar relaciones internacionales, porque –pensaba- era un medio para viajar, que era la actividad que más le gustaba.

Ana había vivido una infancia plena y su adolescencia era prometedora, sin embargo, las cosas empezaron a ir mal con la muerte de Anastasia que una mañana amaneció jadeante y emitiendo silbidos pulmonares, la llevaron de inmediato al veterinario que diagnosticó la incurabilidad de la enfermedad y advirtió que la perra estaba sufriendo. Recordaba a Anastasia acostada en una jaula intentando mover la cola y mirándola fijamente. Cuando la durmieron, sintió por primera vez lo que era el sufrimiento. Poco tiempo después notó tensión entre sus padres. No era lo mismo, había frialdad y los viajes se espaciaron hasta desaparecer. Un día Carlos partió a un congreso, pasada una semana encontró a su madre llorando. Ella le dijo que su padre se había ido para siempre y que tenía otra pareja mucho más joven. Ana no podía entenderlo y se rehusó a leer la carta que él le había dejado tratando de dar una explicación. Si bien Carlos enviaba dinero con regularidad, no volvió a hablar con él a pesar de su insistencia. Estaba resentida y de pronto se dio cuenta de que culpaba a su madre por la separación y su comportamiento se volvió más rebelde e indócil. Cuando la madre de Martina murió ambas atravesaban por un proceso muy errático. Ahora se daba cuenta de lo injusto que era todo para Gabriela y le dieron ganas de abrazarla.

Quería vivir.

 

 

 

 

 

Capítulo 1. 

(Capítulos 2, 3 y 4)

 
 
 

 

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