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Expresiones

'La carta secreta de Darwin' (Capítulos 34 y 35)

 

Fedro Carlos Guillén une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

Fedro Carlos Guilén | 27-01-2019

TREINTA Y CUATRO

Cuando Teresa le entregó la carta a Mauro, éste de inmediato reconoció la letra de Charles Darwin, le sorprendía mucho y recordó entonces que el naturalista le había pedido su dirección en Venecia poco antes de morir. La guardó en su bolsillo y salió a tomar un café de mediodía. Ya sentado, se dispuso a leer. En la medida que avanzaba, su frente se perló de sudor. Un Darwin arrepentido le pedía algo que lo rebasaba por completo y que podía cambiar su vida dramáticamente. Guardaba profundo respeto y afecto por Darwin y su familia y sabía de la honorabilidad impoluta de su antiguo empleador, no entendía muy bien el fondo del contenido ni las menciones a un tal Wallace, por lo que se encontraba en un dilema que tendría que resolver en algún momento.

Habían pasado ya varios meses y la Trattoria Down se había ido haciendo paulatinamente de una clientela estable y agradecida con los ingredientes exactos de la comida que ahí se servía. Incluso un grupo de viejos habían elegido el lugar para sus tertulias vespertinas mientras bebían una botella de Grappa y jugaban naipes. Los ingresos daban para ir tirando con cierta holgura que les permitió hacer algunas mejoras al establecimiento.

Mónica y Mauro establecieron una rutina que disfrutaban mucho. Muy temprano, Crivelli acompañaba a su madre al mercado con el fin de encontrar el alimento lo más fresco posible, mientras que Mónica, con la ayuda de Isabella, una joven aprendiz que habían contratado, se hacían cargo de la limpieza del lugar. Cerca de las ocho Teresa iniciaba las tareas de cocina en un espacio que se llenaba de olores de mar y especias y donde se esparcían pescados, mariscos y hortalizas que se cocinaban en grandes peroles sobre el fogón. Los primeros clientes llegaban al mediodía y eran recibidos por Mauro, quien les asignaba una mesa y tomaba su pedido. Los parroquianos eran gente local, principalmente empleados y ancianos que charlaban a gritos, por lo que el bullicio del establecimiento era algo a lo que costaba trabajo acostumbrarse. En raras ocasiones a alguien se le pasaban las copas y entonces Mauro recurría a virtudes psicológicas desconocidas hasta entonces para él y convencía a los beodos de regresar pacíficamente a su hogar.

La relación con Mónica mantenía una felicidad serena y estable, ella estaba contenta con el nuevo giro que había tomado su vida y se veía relajada tratando de olvidar la cadena de tragedias que la perseguían. Su vínculo con Teresa era el mismo que el de una madre y una hija y cada vez se sentía más cómoda compartiendo el lecho con su esposo. La primera noche que durmieron juntos –lo hicieron hasta que Mónica le dijo que estaba lista– le recordaba a Crivelli una escena de grand guignol, su nerviosismo era evidente; al acostarse derribó una lámpara y a punto estuvo de incendiar la casa, sofocó el conato con el agua contenida en la jofaina que usaban para su aseo, ella lo observaba divertida:

–¿Qué te pasa?

Mauro no sabía cómo explicarlo, eligió la ruta más directa.

–Nunca he estado con una mujer.

Mónica asintió comprensiva, apartó las sábanas y lo guió con dulzura:

–Apaga la luz y recuéstate junto a mí, todo estará bien.

Mauro lo hizo y fue abrazado de una manera suave que restituyó su confianza. A la mañana siguiente despertaron sonrientes y más unidos.

Un día Isabella llegó llorando al trabajo, la sombra abajo del ojo derecho delataba que la habían golpeado, era un estuche de lágrimas e incoherencias. Mónica le aplicó un paño húmedo mientras trataba de calmarla y comprender lo que había ocurrido. Cuando la chica se repuso un poco le contó que su padrastro la incomodaba mucho y no le gustaba quedarse a solas con él por la forma en que la miraba. Su madre nada hacía por evitarlo; la noche anterior él había tomado e intentó meterse en su cama, ella gritó aterrada y se resistió mientras la abofeteaba. Logró liberarse y salió corriendo a la calle en la que vagó toda la noche hasta llegar a la trattoria. Cuando Mauro lo supo montó en una cólera sorda y terrible, no lo pensó dos veces y se dirigió a casa de Isabella portando un arma que había adquirido para sentirse seguro en su establecimiento debido a una ola reciente de asaltos. Tocó a la puerta, el que le abrió era un hombre obeso, ligeramente calvo, con una barba de tres días. Mauro le apuntó el arma en la frente y sin más, le dijo.

–Eres un cerdo, un asco y una escoria. Sé lo que le hiciste a Isabella y si no te mato como a un puerco es porque tengo una familia que cuidar, familia a la que desde hoy se integra Isabella, exactamente a las 2 de la tarde mandaré a un mozo a recoger sus cosas, más vale que esté todo listo. Ésta es mi dirección y te la doy para evitarte la tentación de buscarla, pero si se te ocurre encontrarme tú a mí o a Isabella te recibiré a tiros, ¿entiendes?

El tipo asintió cansinamente, se veía abotagado por el alcohol, no le quedaba mucho tiempo. Mauro dio la vuelta y rehízo su camino. Exactamente a las tres de la tarde llegaron las pertenencias de Isabella que a partir de ese momento se quedaría a vivir con ellos hasta el día de su boda.

TREINTA Y CINCO

El vuelo de Pedro Pablo le dio más oportunidades de reflexionar sobre lo que estaba viviendo. No creía en la suerte, alguna vez salió con una mujer que le pidió su signo zodiacal para evaluar “si eran compatibles”, la sola pregunta demostraba que no lo eran. Le asombraba esta disposición de la gente a creer en fraudes milenaristas como las profecías mayas o el fin del mundo y lo veía como una tendencia irreversible ante la creciente falta de cultura científica en el mundo. No hacía muchos días fue el azorado testigo del programa Alienígenas ancestrales en History Channel, un canal que hasta ese momento consideró respetable. Los tenis y pulseras para adelgazar y su éxito comercial no le movían a ningún optimismo. Pedro Pablo creía en causas y consecuencias. Su campo de trabajo no estaba exento, meses atrás escribió un artículo sobre las trampas que varios científicos cometieron para validar su trabajo y pensó en Darwin, ¿era un tramposo? Abrió su archivo y encontró el escrito; recordaba el epígrafe.


El fraude como una de las bellas artes

Pedro Pablo San Juan

“Los datos falsos son extremadamente dañinos para el progreso de la ciencia porque permanecen mucho tiempo”.

Charles Darwin


Los mexicanos hemos sido improntados en la cultura del fraude, no existe trámite, proceso electoral, pago de servicio o cualquier componente de nuestra vida en sociedad que no se preste para arreglos. “Se puede arreglar”, “¿no habrá manera?” o “póngale buena voluntad”, son algunas de las frases costumbristas con las que día a día evitamos el cumplimiento de ciertas normas en beneficio propio. Esta cesión de derechos ante las tentaciones cotidianas no es privativa de gremio alguno; ya se sabe que grupos presuntamente intachables como el eclesiástico, ceden consuetudinariamente a las trampas de la fe. En este contexto debemos ubicar a quienes se dedican a hacer ciencia y que son concebidos por el imaginario colectivo como seres distraídos, pero lumbreras, portando batas, torturando cobayos y en casos muy específicos queriendo dominar al mundo. Existen varios términos que pueden ser asociados al quehacer científico: escepticismo razonado, curiosidad, diligencia y, muy señaladamente, honestidad intelectual.

Interrumpió la lectura y se quedó pensando; grandes hombres como Mendel y Paul Kammerer fueron descubiertos haciendo algo de trampa con sus datos. El desastre del hombre de Piltdown ridiculizó a la comunidad científica por más de cuarenta años. Entendía perfectamente la diferencia entre un engaño deliberado y otro que sólo fortalecía una teoría y la hacía más robusta.

Cerró su máquina y volvió a pensar en Charles Darwin, sin embargo, la principal preocupación se centraba en su hija. Recordaba que fue consultado en su momento cuando se discutía la posible aprobación de una regulación que hiciera legal el aborto. Su opinión era inequívoca; omitió analizar iras exasperadas de los beatos de siempre, sí en cambio, le parecía relevante el plazo en el que debía permitirse la interrupción del embarazo. La semana doce le parecía apropiada. En el panel al que fue invitado por la Asamblea Legislativa escuchó argumentos propios de un imbécil como el de que se “favorecía el libertinaje”. Con toda la calma que pudo explicó que nadie podría a estar a favor de que una mujer abortara ya que era un proceso terrible y doloroso. De lo que se trataba era de garantizar la salud de las madres y respetar su derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Sus argumentos, al igual que los de otros especialistas, triunfaron y los diputados presentaron una iniciativa pionera en este campo, que se había vuelto referente de una política liberal y moderna y que daba un revés fulminante a las buenas conciencias. Nunca pensó que el embarazo de Martina los pusiera en el dilema de tomar esa opción. Se dio cuenta de que su vida se estaba llenando de decisiones importantes, primero lo de su hija, el affaire Darwin por supuesto y finalmente la potencial elección de una nueva pareja, asunto para el que no se sentía suficientemente preparado, Gabriela era una mujer excelente, pero dejaría que las cosas tomaran su curso sin precipitaciones.

En el momento que su avión tocó tierra, Pedro Pablo San Juan prendió su teléfono y se alarmó; su buzón estaba repleto de mensajes de texto y de voz que se habían acumulado en las 12 horas que duró su vuelo. El más preocupante era el que le informaba reiteradamente que Martina estaba en el hospital Santa Fe, sin dar mayores detalles. Salió a toda prisa, se ahorró el tiempo para recoger su maleta, la cual quedó abandonada en la banda de equipaje, llamó a su casa (tío Luisito no usaba celular) y nadie respondió, maldijo entonces el no tener los números de los amigos de su hija. Intentó con Gabriela y no obtuvo respuesta, entraba el buzón. Mientras abordaba el taxi que lo llevaba al hospital pensó con angustia, ¿de qué se trataría? ¿Un aborto quizá? ¿Algo más grave? Siguió marcando, frustrado, durante los cuarenta minutos que duró el trayecto. Ubicó el piso en el que se encontraba su hija, se identificó, pero el acceso le fue negado; el estado de Martina era delicado y el médico de guardia se encontraba atendiendo a otro paciente. En los sillones de espera se encontró con Alonso y el tío Luisito, ambos con la mirada muy larga. Sin saludar, preguntó a bocajarro:

–¿Qué pasó?

Alonso se incorporó y le dijo:

–Martina tuvo un incidente y abortó. Su estado es grave pero aparentemente estable.

Pedro Pablo miró al muchacho y con un gesto impaciente le señaló la terraza donde se podía fumar. Se dirigieron a ella. Nerviosamente, sacó un cigarro y trató de prenderlo con su Zippo que chasqueaba , hasta que después de siete intentos ofreció una llama que alivió su necesidad de nicotina. Con una mirada le pidió al muchacho que le diera detalles y la primera respuesta de Alonso lo sorprendió mucho.

–Todo empezó con una pulsera.

 

 

 

 

 

Capítulo 1. 

(Capítulos 2, 3 y 4)

 
 
 

 

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