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Expresiones

'La carta secreta de Darwin' (Capítulos 8, 9 y 10)

El científico y escritor Fedro Carlos Guillén sigue con interés todo tipo de cartas. Ahora une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

Fedro Carlos Guillén / Foto: Paola Hidalgo | 20-10-2018

CIUDAD DE MÉXICO.

El científico y escritor Fedro Carlos Guillén (1959) une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela La carta secreta de Darwin, que hoy publica su cuarta entrega (capítulos 8, 9 y 10).

OCHO

Pedro Pablo San Juan asistió a la presentación del libro de Richard Dawkins, "The Oxford book of modern science writing", se trataba de un compendio, realizado por el autor, de fragmentos de obras científicas relevantes entre las que se hallaban trabajos de Einstein, Haldane y Stephen Jay Gould. La sala estaba llena de congresistas, miembros de la prensa que no entendían nada y habituales a estos actos que asistían para disfrutar el vino de honor. Admiraba a Dawkins después de haber leído sus libros "El gen egoísta" y "El espejismo de Dios", señaladamente este último, en el que con precisión de neurocirujano y con un enorme sentido de la provocación había puesto una pica en Flandes en pro de la causa atea con argumentos ejemplares y apabullantes en los que, palabras más palabras menos, demostraba cómo en la medida que la gente está más informada tiende a creer menos en una Entidad Superior, de hecho solo el 4% de los premios Nobel en ciencias, de acuerdo con lo mostrado por Dawkins, son creyentes.

Recordó que en su hogar nunca recibió presiones de ningún tipo. Su padre, un anticuario –muy diferente al Tío Luisito-, del que heredó el gusto por las colecciones, solía decir citando a Schopenhauer: "La religiones, como las luciérnagas, necesitan de la obscuridad para brillar". Su casa era un espacio de libre pensamiento y Pedro Pablo recordaba cómo su madre, una socióloga y profesora universitaria, ofrecía reuniones llenas de amigos divertidos y sensatos que tomaban vino y discutían de todo lo posible y lo imposible, también. Cuando sus padres murieron, invitó al Tío Luisito a vivir con él y con Martina. Su edad era un misterio y él mismo bromeaba argumentando que lo estaban fechando con carbono 14, había vivido intensamente, su frase favorita era: “llevo cuarenta años chupando diario y no se me ha hecho vicio”.

Abandonó sus recuerdos y cuando empezó la sesión de preguntas y respuestas salió a la plaza, le urgía un cigarro. Un grupo de turistas le tomaban fotos a un menesteroso y una señora que parecía rondar los cuatrocientos años alimentaba a las palomas con pan. Mientras fumaba pensó en Martina; no hacía mucho tiempo había ido al cine con Gabriela, su incipiente pareja y madre de Ana, la mejor amiga de su hija. La película le trajo recuerdos muy dolorosos, se trataba de "Los descendientes", en la que George Clooney personifica a un padre que pierde a su esposa en un accidente y se ve enfrentado a la necesidad de acercarse a sus hijas con las que hasta entonces había establecido una relación distante. Su caso era similar, poco antes de que Martina festejara sus quince años, Natalia regresó del médico con un diagnóstico de muerte perentoria para la que nadie estaba preparado. Todo ocurrió con tal rapidez y fue tan sorpresivo que las respuestas ante el zarpazo se dieron torpes y llenas de corazas y terapias. No es lo mismo morir en un accidente de manera instantánea sin preverlo y en consecuencia, sin entrar en un proceso de duelo. Tampoco el contacto con la muerte después de una larga vida en la que se acepta sin chistar que ése es el orden de las cosas. La tragedia de su esposa, en cambio, se situaba en una especie de limbo, su anticipación permitía algunas despedidas, pero su rapidez las limitaba. Fueron semanas terribles y cuando finalmente todo ocurrió, Pedro Pablo se sumergió en un letargo etílico y dejó a Martina a la deriva. Amaba a su hija más que a nada y se había propuesto cambiar esa condición.

En la plaza se encontró con Giacomo Spinetta, el italiano, quien le propuso ir por unos tragos. San Juan aceptó sin dudarlo, Spinetta no sólo era alcohólico sino un hombre muy inteligente y divertido. Se dirigieron a la zona del Rialto hasta encontrar un lugar agradable y libre de turbas en el que se instalaron mientras pedían sendos whiskys.

–¿Te gusta mi país, pinche mexicano? –el "pinche" en español, enseñanza, por cierto, de San Juan, era ya una muletilla ad nauseaum de su amigo romano– mira nada más qué mujeres, observa la plaza. Cuando se acabó de construir ustedes todavía comían carne humana –puyó.

Pedro Pablo replicó divertido:

–Me gusta, aunque tenía entendido que esta plaza fue destruida durante la invasión checa a Italia en el año treinta y nueve.

Spinetta escupió algo de whisky mientras reía a carcajadas:

–Pinche mexicano, justo donde duele. Aquella noche hubiera sido capaz de recordar que Colón llegó a la luna o que Carlomagno fue el primer perro que voló al espacio.

Su semblante se puso más serio

–¿Cómo vas? ¿Ya estás tocado por Eros?

Pedro Pablo y Spinetta iniciaron una larga conversación mientras el atardecer caía sobre Venecia, hablaron de todo y nada; de cine, de ciencia y finalmente de mujeres. A las doce de la noche estaban completamente borrachos y tomaron la temeraria decisión de ir por un último trago a la zona del vaporetto. Esta iniciativa, analizada días después, reflejaba el reblandecimiento neuronal en el que se encontraban, ya que lo único que hallaron fue una especie de tormenta tropical pero mediterránea que los dejó en calidad de náufragos de guerra, beodos y perdidos en un laberinto que requería mayor lucidez para rendir sus secretos.

De alguna manera, Pedro Pablo llegó a su hotel y despertó con un dolor de cabeza que lo taladraba. Recordaba vagamente a Spinetta narrando un muy improbable romance con Sofía Loren. En la mesa de noche estaba su teléfono celular y una luz roja parpadeaba. Lo revisó, era un mensaje de Martina: "Tenemos un problema, bueno en realidad dos, urge que te comuniques, llamé toda la noche".

Las sienes de Pedro Pablo latieron más aprisa.

NUEVE

El 27 de junio de 1858 el mal humor de Darwin era evidente e inédito, inclusive y contra su costumbre, había regañado a Crivelli, por una nimiedad. La carta que había recibido de Wallace lo había alterado muchísimo. El debate interior entre honradez y prioridad lo mantenía en una vigilia agravada por sus males de salud. En su viaje a las Galápagos había adquirido una extraña enfermedad que le provocaba mareos y dolores de cabeza que algunos científicos han identificado como El mal de Chagas. Miró el reloj, faltaba una hora. Esperaba a sus colegas y amigos Lyell y Hooker, tenía un plan, pero aún dudaba sobre cómo planteárselos, dado que no sabría anticipar su reacción. Darwin era un hombre riguroso y metódico al que no le gustaban los imprevistos y en este caso el imprevisto podría ser una condena indeleble a su honorabilidad.

Eran ya demasiados años de trabajo y le irritaba su falta de decisión, en algún momento le había dado una copia de sus ideas a Emma, su esposa, ella había reaccionado disgustada ya que sus teorías “contravenían las de El Señor”. La actitud de su mujer y sus propios temores lo hicieron buscar “más evidencias”, de hecho, pensaba que, si la carta de Wallace no hubiera llegado, la decisión de publicar habría tenido siempre una razón para ser postergada. Ahora los nuevos acontecimientos los obligaban a actuar. Le pidió a Crivelli que dispusiera la mesa de los licores y el tabaco y salió a dar un paseo por el sendero que había trazado cerca de su casa. A los pocos minutos escuchó, a lo lejos, el sonido del carruaje en el que venían sus amigos.

Regresó a su estudio y esperó.

Entraron a la casa Charles Lyell y Joseph Hooker. El primero, un hombre alto de cabello escaso, algunos años mayor que Darwin y autor de Principios de Geología, una obra publicada en 1830 en la que postulaba que la Tierra se había formado de manera gradual y a lo largo de muy extensos periodos de tiempo. Darwin leyó el trabajo a bordo del Beagle y quedó tan impresionado que tuvo la imperiosa necesidad de escribirle a Lyell y así entabló una correspondencia que se había mantenido durante años y que era el cimiento de una sólida amistad. Joseph Hooker era el más joven de los tres, había nacido en 1817. Al igual que Charles, había realizado un largo viaje en barco en busca del sur magnético. Era botánico y al momento de la entrevista trabajaba como ayudante de su padre, el director del Real Jardín Botánico de Kew. También le unía una profunda amistad con Darwin a quien, por otro lado, admiraba incondicionalmente.

Los tres hombres se sentaron en los cómodos sillones de la estancia e iniciaron una plática que se extendió toda la tarde. Darwin gesticulaba y discutía con sus amigos las posibles salidas. Era muy consciente de que, dado lo que se platicaría y las probables decisiones que se tomarían, no debería quedar registro alguno, ya que de ello dependía que todo saliera como se esperaba. Ya había anochecido cuando los amigos habían redondeado su plan, por lo que Lyell y Hooker se despidieron con un abrazo. Darwin estaba intranquilo, le molestaba algo a pesar de que no había sido juzgado: de hecho recibió total apoyo de sus colegas. Pensó en Crivelli. Se sentó en su gabinete de trabajo, a pesar de que avanzaba la madrugada, y escribió un texto que conservaría hasta su muerte.

DIEZ

Mauro Crivelli nació en Venecia el 11 de marzo de 1830, el mismo día en que Bellini estrenaba su ópera “Capuletos y Montescos” en el teatro La Fenice. Su familia trabajaba en Murano y durante por lo menos una centena de años se había dedicado muy modestamente al soplado de vidrio. A Mauro, sin embargo, el oficio no le interesaba, pero realizaba diligentemente sus tareas de aprendiz. Cuando cumplió 20 años de edad se enamoró de Simonetta, una joven muy hermosa a la que conocía desde niño. Aunque en un principio percibió cierto interés confuso por parte de ella, al cabo de unos meses lo dejó con un palmo de narices y con el corazón de adolescente destrozado. Mauro decidió irse, sin más. Utilizó todos sus ahorros y emprendió un viaje por Europa. Subió por la península itálica hasta Roma y de ahí se dirigió a Viena, llegó a Prusia y después de ocho largos meses, casi sin fondos, tomó un barco en Calais con rumbo a Dover para buscar trabajo en Inglaterra motivado por el vago recuerdo de un pariente lejano que había hecho fortuna en ese país. En Londres, sin un centavo y ante un idioma hostil, se las vio negras para hallar trabajo. Lo intentó todo: ayudante de imprenta, mozo, mensajero, sin embargo, la paga era poca y los empleos, inestables. Cuando pensaba en dejarlo todo, doblar las manos y regresar a casa, sucedió algo inesperado: Una tarde caminando cerca de la recién construida plaza Trafalgar se dio cuenta de que un carruaje sin gobierno alguno se dirigía hacia un hombre distraído que no se había percatado del riesgo que corría. Mauro corrió y le dio un empellón al caballero un momento antes de que los caballos lo atropellaran. El hombre se repuso y reparó que su agresor no era un loco sino alguien que le acababa de salvar la vida, extendió una mano y se presentó como Erasmo Darwin. Mauro saludó a su vez y aceptó el refrigerio que el hombre le invitaba.

Pasaron un par de horas, Erasmo -pensó Mauro- se veía como un hombre culto, de hecho hablaba italiano. Se interesó por la el pasado del muchacho y esa misma tarde le ofreció un trabajo de mozo, a prueba, en su casa.

La suerte había cambiado.

Las tareas que le encomendaron al joven eran relativamente sencillas: preparar el desayuno (Erasmo comía y cenaba en su club); tener lista la ropa y supervisar la correspondencia. Mauro cumplía con eficiencia y se encontraba a gusto en la ciudad. Sin embargo, pasados un par de años presentó problemas de salud. Cuando asistió al médico éste le explicó que sus pulmones resentían la atmósfera industrial londinense impregnada de hollín, por lo que debía mudarse de la ciudad si no quería agravar su condición. Abatido, regresó a casa y le contó a su empleador lo que el doctor acababa de diagnosticarle. Erasmo se quedó pensativo y le dijo que algo se podría resolver. Sacó tinta y papel y escribió una carta a su hermano Charles que vivía en Down, una casa en las afueras de Londres. Pasaron un par de días y Erasmo le comunicó finalmente que su hermano había aceptado tenerlo a su servicio. Mauro sonrió agradecido y preparó su equipaje.

Llegó a casa de Charles Darwin un 17 de octubre de 1853 y no saldría de ahí hasta la muerte de su patrón.

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1. 

(Capítulos 2, 3 y 4)

 
 
 

 

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