El robo soviético; le quitaron el oro a Joao do Pulo

Sin el menor reparo, los jueces anulan saltos al brasileño para favorecer a los atletas locales. El fin de la historia será trágico para un hombre que merecía la gloria en Moscú

oao Carlos de Oliveira en la prueba de triple salto en Moscú / Foto: AP
oao Carlos de Oliveira en la prueba de triple salto en Moscú / Foto: AP

CIUDAD DE MÉXICO.

Pedro Henrique Toledo era un entrenador de salto triple y le limpiaba las lágrimas a Joao Carlos de Oliveira con el cariño que un caballerango le pondría a un pura sangre sudoroso. El chico brasileño no podía contener el llanto una vez que bajó del podio con el bronce al cuello.

Cualquiera, a lo lejos, desde una perspectiva cinematográfica en las tribunas del estadio Lenin en Moscú, se imaginaría que fue por el esfuerzo traducido en éxito, que aquel esbelto moreno, que de niño fue un lavacoches y germinó en la calle la disciplina para no claudicar, echaba lágrimas de emoción. Nada más alejado de la realidad, si Joao Carlos de Oliveira lloraba, era porque le habían robado.

Los Juegos de Moscú fueron contrastantes. Lo que inició con la obertura de Shostakovich en una fiesta gris en la que algunos atletas recuerdan ver más soldados y agentes de la KGB, que niños, culminó con una estela filosófica que mezcló emoción y nostálgia por una embestida feroz de los rusos gracias la mascota Misha, un oso que captó la atención de los espectadores y que incluso el día de la clausura los hizo llorar al desaparecer en el cielo, jalado por unos globos. No era extraño entonces que los rusos tuvieran más sangre caliente de lo que se pensaba.

Su icono, Víktor Saneyev, estaba en la lista de figuras a seguir, pero en la competencia de salto triple, lesionado de una pantorrilla, apenas alcanzó los 17, 24 metros. En cambio, Joao Carlos de Oliveira, apodado Joao do Pulo (Joao del salto), hizo en su primer intento 18 metros. El juez levantó la bandera, no conforme borró las huellas para no poder medir el salto.

El estadio entró en coma. Joao do Pulo no entendía nada porque le comenzaron a hacer nulos dos de sus seis intentos, pero empezó a comprender cuando a otro competidor, un australiano, Ian Campbell, le hicieron lo mismo.

Los jueces rusos señalaban que la infracción era en el pie de balance, imposible de reclamar porque era de apreciación, no había forma, ni el idioma ni las reglas ayudaban.

Joao do Pulo nunca olvidará cómo era el anochecer moscovita, era parecido a un manto de lobreguez que aplastaba las luces mientras se respiraba un aire espeso a leña y humo.

La realidad es que todo estaba previsto para que Víktor Saneyev ganara, no sería posible en los cálculos que el atleta de renombre se quedara al margen. El problema era que tampoco daba la talla por su merma física y los dirigentes rusos desde el palco exigían con una mirada perentoria una solución. Así que al validar sólo los saltos que convenían, el ganador fue el estonio Jaak Üudmae que no volvería a aparecer en el plano, Saneyev se quedó con la plata cuando el verdadero ganador había sido Joao Carlos de Oliveira.

Años después, en 1992, Joao do Pulo andaba con una prótesis. Había perdido una pierna. Cierta vez, en Barcelona, se le acercó el entrenador de Üudmae, Harry Seinberg y a él como a los medios de comunicación le confesó que todo había sido una trampa, un tinglado para que Saneyev ganara, de ahí que fueran abatiendo a Joao do Pulo y a cualquier otro competidor con anulaciones en sus saltos. Era tarde, si eso lo hubiera hecho la noche en que Joao lloraba con su entrenador, quizá el mundo hubiera cambiado, pero el telón de acero era mortal y el pensamiento soviético no daba lugar a las traiciones al régimen.

Joao do Pulo siguió viviendo en Sao Paulo. En la navidad de 1981 conducía a casa para pasar la fiesta en familia cuando un conductor ebrio trató de esquivar a la policía. Chocó de frente a él y lo mandó al hospital medio muerto. El trauma no fueron las contusiones en el cráneo, sino la gangrena por las dos fracturas en la pierna derecha. Ahí se le fue la vida a Joao que dejó de saltar para siempre, por mucho que asistiera después a los paralímpicos, una parte de él se había apagado.

No soportó la depresión y murió de cirrosis en 1999, solo, olvidado, sin estar rodeado más que de los recuerdos, llorando un robo que jamás le debió suceder. Tenía 27 años y una sonrisa que magnetizaba todo.

AMU

Visita nuestras Galerías Visita nuestra Última hora

 

COMPARTIR EN REDES SOCIALES

SÍGUENOS