Diego de la Cruz encuentra su oro; cumple una promesa familiar
Diego de la Cruz es un liniero ofensivo mexicano que, desde este año, juega para Miners de la UTEP

Los sábados de otoño en Estados Unidos pertenecen al futbol americano colegial. En ciudades universitarias, las calles se vacían cuando el reloj marca la hora del kickoff. Familias enteras visten los colores de su equipo, organizan reuniones en estacionamientos y convierten cada juego en un ritual que mezcla tradición, identidad y espectáculo.
Equipos como los Longhorns de Texas, los Bulldogs de Alabama o los Wolverines de Michigan atraen multitudes que superan los 100 mil asistentes y convierten al deporte universitario en una industria con audiencias millonarias en televisión. Dentro de esa maquinaria que moldea atletas y héroes regionales, cada vez aparecen más jugadores nacidos en México.
Dentro de este sistema, un liniero ofensivo de Monterrey decidió abandonar la comodidad de ser figura en el futbol americano mexicano para insertarse en un entorno donde cada yarda se gana con disciplina y dolor. Su nombre es Diego de la Cruz, tiene 19 años, mide 1.83 m, pesa 136 kilos y juega para los Miners de la Universidad de Texas en El Paso. Su historia no es de improvisación ni de casualidad, sino de un compromiso íntimo que nació en la sala de su casa, cuando le prometió a su abuela que algún día jugaría en la NCAA y buscaría llegar a la NFL.
Diego comenzó a jugar a los nueve años en Pumas de Monterrey, un semillero tradicional del norte. Su talento lo llevó pronto a los Borregos de Monterrey, donde fue campeón nacional e invicto en su única temporada. Ahí parecía tenerlo todo. Estaba rodeado de amigos, tenía la fiesta universitaria al alcance de la mano y la certeza de ser el futuro del futbol americano en México. La comodidad parecía el camino lógico, pero la oportunidad tocó a su puerta antes de lo esperado.
A los 16 años, tras un tryout, recibió la invitación para unirse a los Bloodhounds de Saint Joseph en Brownsville. Era un salto radical que lo obligaba a dejar su casa, a sus padres y su círculo social para perseguir una posibilidad que no garantizaba nada. Al inicio se negó.
Yo decía, no me voy. ¿Para qué? Aquí estoy cómodo, aquí gano”, recuerda. Sin embargo, al pensarlo entendió que la ruta a la NCAA no pasa por la comodidad.
En Brownsville lo esperaba la familia Starkey, que lo adoptó como uno más. También lo esperaba un cambio de mentalidad. Jason Starkey, exjugador de la NFL, le mostró que el futbol americano no se limita al entrenamiento de la tarde. El gimnasio se volvió su segunda casa, la recuperación parte de su rutina y la disciplina una forma de vida”.
Yo hacía lo necesario. Allá entendí que eso no alcanza. Jason me empujaba y me decía: si quieres tu sueño, tienes que hacerlo todos los días, a todas horas”.
Ese mismo rigor se replicó con el coach Tino Villarreal, quien se convirtió en una figura central en su formación. Villarreal no concedía atajos. Un minuto tarde era motivo para dejarlo en la banca. Así le sucedió a Diego en su primer año. Aprendió que el talento no sustituye la disciplina y que el equipo está por encima de cualquier nombre.
La apuesta rindió frutos. Los Bloodhounds de St. Joseph terminaron con marca de 10-2, invictos en su distrito y con una ofensiva terrestre que sumó 3,332 yardas y 52 touchdowns. Detrás de esa línea estaba el liniero regio que comenzaba a pulirse para la siguiente etapa. Fue nombrado al primer equipo de su distrito y con ello recibió la beca que lo llevó a UTEP.
La adaptación al nivel estadunidense no fue sencilla. “Llegas y ves que todos son más grandes, más rápidos, más fuertes. Al principio cuesta, pero te das cuenta que con trabajo lo puedes igualar”.
Esa mentalidad lo llevó a debutar en la NCAA el 20 de septiembre, cuando los Miners enfrentaron a los Warhawks de Louisiana–Monroe. Aunque apenas participó en algunas jugadas, la fecha quedó marcada como el inicio oficial de su carrera colegial.
Fuera del campo, Diego estudia finanzas con especialización en inversiones de riesgo. Su vida se reparte entre el peso de las cargas en el gimnasio, las reuniones de equipo, las aulas y la nostalgia de Monterrey. Sabe que la cultura que lo rodea es distinta. En El Paso y en todo Estados Unidos, el futbol americano universitario no es un pasatiempo, es una religión que ordena el calendario social de ciudades y estados completos. Esa pasión le recuerda cada semana por qué está ahí.
México comienza a verse en ese escaparate. Juan Zaval en Boston College, Héctor González en Eastern Michigan y ahora Diego de la Cruz en UTEP son parte de una generación que cruza la frontera para hacerse un lugar en la NCAA División I. Su presencia todavía es minoritaria, pero crece con la fuerza de historias personales que mezclan sacrificio, disciplina y una visión que mira hacia la NFL.
Diego todavía es un novato en los Miners, pero cada entrenamiento es parte de una promesa que aún resuena en su cabeza. Aquella que le hizo a su abuela cuando apenas era un niño con casco demasiado grande para su cuerpo. Prometió que jugaría en la NCAA. Ya lo cumplió. Ahora le falta la segunda parte: llegar al profesionalismo.
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