Anecdotario olímpico; más allá del podio

Se asoman los hermanos Escandón, Humberto Mariles, la eterna Queta Basilio y el goleador Manolete Hernández

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El gringo Wright y los hermanos Pablo, Manuel y Eustaquio Escandón

En el ocaso del siglo XIX, en París 1900, en medio de la confusión y la Exposición Universal que albergó los segundos Juegos Olímpicos de la historia, tres jinetes mexicanos y un estadunidense unieron fuerzas para defender el honor de la región y, sólo por participar, llegaron al podio en polo como tercer lugar.

Eran los años del nacimiento del olimpismo, cuando los habitantes de la capital de París ni se inmutaban ante las competencias deportivas. Los atletas llegaban como podían a las sedes de competencia, las mujeres participaban por primera vez y los términos de la ceremonia de inauguración y de clausura estaban lejos de ser conocidos.

Los Juegos se inauguraron el 14 de mayo y, 14 días después, comenzaron las competencias de polo en el Campo de Bagatelle, hasta donde llegó el equipo de Norteamérica.

Era una prueba en la que, de acuerdo a los registros olímpicos, participaron cuatro equipos representando a clubes o regiones con diferentes nacionalidades: Foxhunters (Inglaterra-Estados Unidos), Rugby (Inglaterra-Francia), Bagatelle (Francia-Inglaterra) y Norteamérica (México-Estados Unidos).

El equipo de Norteamérica fue integrado por el estadunidense William Wright y los hermanos Pablo, Manuel y Eustaquio Escandón y Barrón, cuya familia se fue a vivir a Europa desde la época en la que Benito Juárez era presidente de México.

Llegaron a París y participaron, con sus propios medios. Obtuvieron un bronce luego de perder 0-8 frente al equipo Rugby, que luego sucumbiría en la final ante los Foxhunters.

Los mexicanos y el estadunidense ganaron tercer lugar porque en ese deporte los dos semifinalistas eran premiados, no con medalla de bronce como en la actualidad, sino con una charola de plata que la historia olímpica no registra paradero.

Jinetes mexicanos ganan preseas en Londres 48 y se salvan de ir a la cárcel

Apenas bajaron del podio olímpico en la pista de Wembley en 1948, los jinetes mexicanos se enteraron que no había forma de volver al país. Había dos razones poderosas: les faltaba dinero y en su país natal, ese al que le habían brindado cuatro medallas olímpicas, los había demandado por desobediencia.

Por la interrupción de la Segunda Guerra Mundial, el equipo mexicano que lideraba Humberto Mariles había entrenado diez años para ir a unos Juegos Olímpicos. Finalmente llegaba la cita de Londres, pero ahora faltaba la anuencia del presidente Miguel Alemán.

Mariles, el de mayor jerarquía, decidió que era momento de escaparse, como relató años después Alberto Valdés, integrante del equipo de salto que ganó el primer lugar.

“Si no hubiéramos ganado, Mariles se va a la cárcel. Era una orden presidencial; pero como ganamos se olvidó todo”, relató Valdés a Excélsior previo a los Juegos Olímpicos de Londres 2012.

Valdés, Mariles y Rubén Uriza ganaron aquel año el primer oro olímpico para México, que en aquellos juegos también sumó las medallas individuales de Mariles (oro) y Uriza (plata).

El equipo de Mariles, Raúl Campero y Joaquín Solano, sumó un bronce en la competencia de los tres días.

En aquella travesía londinense, los mexicanos conocieron a la realeza británica antes de competir, triunfaron entre 14 países representados y para volver se aprovecharon de una embarcación que tenía destino americano.

“Nos preguntaban que cuándo regresábamos. Mariles les dijo que debíamos vender un caballo para sacar lo que costaba el viaje. Entonces le dijeron a un capitán de barco que iba a Nueva York que tenía que llevar los caballos de los mexicanos. Meses después llegamos a casa”, reveló Valdés. “El día que llegamos el Presidente hizo que pusieran nuestros lugares enfrente de él para comer, si no hubiéramos ganado nos mandan derechito al bote”, ironizó.

Un soldado tomó el lugar del último relevo de la antorcha en México 68: Queta Basilio

Aquel 12 de octubre del inolvidable México 68, Enriqueta Basilio se convirtió en la primera mujer en encender un pebetero olímpico. Entre la distancia y los recuerdos aparece siempre un hombre de piel morena, con el pelo de corte militar y la mirada con poca expresión. Un soldado disfrazado de atleta, el que se acerca poco a poco a una Queta Basilio sorprendida. El hombre, desconocido entre los deportistas, lleva en la diestra la antorcha olímpica, es el último relevo de tantos por los que pasó el fuego antes de posarse en el pebetero de Ciudad Universitaria.

“Nosotros habíamos ensayado el último relevo días antes de la inauguración (12 de octubre), siempre con el mismo atleta entregándome la antorcha y yo recorriendo la pista de Ciudad Universitaria antes de subir los 92 escalones hasta el pebetero. En aquellos días había mucha tensión por el movimiento estudiantil y la reacción militar. Había rumores de que algo grave podría ocurrir en la inauguración”, explica Enriqueta Basilio, quien el próximo martes cumplirá 68 años de edad.

No se le olvida a la excorredora de 80 metros con obstáculos que “aquel día algo ocurrió, pues el atleta con el que ensayé tantas veces la última entrega de la antorcha no se apareció. Fue un militar el que llegó vestido como deportista, me entregó la antorcha y me dijo que cambiara la ruta. Entrar por el túnel de maratón y correr la pista contrario a lo ensayado. Yo estaba muy nerviosa, pensando que algo podría ocurrir. Subí los escalones rumbo al pebetero con las piernas temblando, con la gente en la histeria y ruido por todos lados”.

Varios militares fueron infiltrados entre los deportistas. Basilio se quemaría la diestra en los ensayos, pero eso no le impidió llegar hasta el pebetero olímpico y encender el fuego ante la presencia del presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien recibiera la rechifla de más de 80 mil espectadores, diez días después de la masacre estudiantil en Tlatelolco. Un día que no se olvida.

Manolete Hernández, la francesita Kiki Caron y mirar el futbol desde las tribunas

La parisina Kiki Caron tenía un cuerpecito envidiable. La rubia de 20 años y largas piernas había llegado con la delegación francesa a los Juegos Olímpicos. Era el México 68 y Christine tenía el prestigio de ganar medalla de plata en la piscina de Tokio 64. También tenía la fama de nadar desnuda por las noches en la Villa Olímpica, lo que originó que atletas de distintos países se asomaran desde las ventanas de sus cuartos, bajo el pretexto de mirar la luna llena.

Uno de esos atletas olímpicos fue el futbolista Bernardo Hernández, a quien el Oso -un porrista del Atlante- le puso Manolete “porque decía que me parecía al torero español.”

Manolete Hernández cuenta sus vivencias de aquellos días, quien se sigue poniendo la camiseta de los Prietitos a sus setentaytantos años.

Además de mirar a la nadadora europea y liberal, Bernardo se acostumbró a ver los juegos del Tri olímpico desde las tribunas del recién construido estadio Azteca.

“Son recuerdos feos, porque acababa de ser campeón de goleo con los Potros del Atlante en la temporada 1967-68 (19 tantos) y previo a los juegos le anoté a las selecciones de Rusia, Chile y Colombia.”

México estaba a un tris de debutar en el Azteca, cuando el técnico Nacho Trelles pronunció las palabras malditas. “Manolete, tú vas a las tribunas”. Y desde ahí, el goleador atlantista se convirtió en un convidado de piedra. Mirar a sus compañeros derrotar a España, observar a Kiki Caron nadar al estilo de dorso y sin bikini y perderse las hazañas de un Bob Beamon o la tristeza del Sargento Pedraza.

“¿Que si jugué aunque fuera un rato? Entré 20 minutos en el último partido ante Japón. Era el juego por la medalla de bronce y nos ganaron 2-0. La gente en las tribunas estaba muy molesta, mi compadre Vicente Pereda falló un penal y luego también fallé yo”.