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Nacional

Poder y deseo: Los caballos negros

En México y en Estados Unidos ha triunfado 80% de personajes a quienes tan sólo tres años antes no se les veía posibilidad alguna de ganar. A ese fenómeno, entre los políticos en nuestro país, se le conoce como “el caballo negro”. Fue el entonces gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa, quien en 1975 dijo que “la caballada estaba muy flaca” para referirse en lenguaje hípico a los personajes mencionados en la sucesión presidencial. Y como la política no tiene palabra de honor en los pronósticos de la carrera presidencial, se tiene que valorar a otros considerados muy por detrás de Sheinbaum, Ebrard, Monreal y Adán Augusto.

Pascal Beltrán del Río y José Elías Romero Apis | 17-01-2022
Ilustración: Horacio Sierra
Ilustración: Horacio Sierra

CAPÍTULO 3

La política no tiene palabra de honor en los pronósticos de sucesión presidencial. Desde hace 90 años, en México y en los Estados Unidos han triunfado un 80% de individuos a los que, tan sólo tres años antes, no se les adivinaba posibilidad alguna. A ese fenómeno los apostadores le llaman “la chica”, los creyentes le dicen “el milagro” y los políticos mexicanos lo conocemos como “el caballo negro”.

Es que la política no es predecible a plenitud. Muchos de sus resultados y consecuencias pueden adivinarse a 15 días, pero no a 15 meses. Es por eso que todo lo que hoy nos parece como inmutable mañana puede cambiar.

Quizá la idea de comparar la carrera presidencial con una carrera hípica surgió allá por 1975, cuando el célebre gobernador guerrerense Rubén Figueroa padre dijo que “la caballada estaba muy flaca”. Con este refrán ranchero se refería, muy claramente, a que a                                                                                                                                       ninguno de los deseosos se le veía un perfil de nivel presidencial.

Figueroa era un político muy ortodoxo, aunque hacía todo lo posible por no parecerlo. Por eso es de suponer que la simpática ocurrencia no fue de su propia autoría, sino que se trató de un dictado presidencial. Otro mensajero había soltado una lista de siete “distinguidos priistas”, de seguro escrita en el escritorio y con la pluma de Luis Echeverría.

A ese menú se refería Figueroa cuando agregó que “la caballada estaba flaca, pero que el presidente se encargaría de engordarla”. Eso es lo que en el anterior capítulo llamamos La fabricación del candidato.

En fin, si recordáramos tan sólo a México y a los Estados Unidos tendríamos que, de un total de 32 presidentes, la memoria reporta tan sólo 5 casos, en los dos países, donde hubo triunfadores “de punta a punta”. En los Estados Unidos anotamos a
Dwigth Eisenhower en 1952 y a George Bush en 1988. En México, a Gustavo Díaz Ordaz, a Luis Echeverría y a Enrique Peña Nieto. Pero a nadie más.

Porque tres años y hasta tres meses antes de su coronación, Harry Truman era un senador proverbialmente grisáceo. John Kennedy era un senador lleno de desventajas competitivas. Lyndon Johnson era impensable antes del magnicidio en Dallas. Richard Nixon no podría vencer a Robert  Kennedy en el 68. Tres años antes de elegir a James Carter no existía Watergate. Ronald Reagan era un pronóstico inseguro. William Clinton no figuraba frente a la reelección de Bush padre. En el 2000, Bush hijo lucía inferior a Al Gore. Barack Obama era una apuesta fantasiosa en el 2008 frente a la discriminación racial. Donald Trump era impensable en el 2016 y Joe Biden no figuraba allá por el 2017.

Lo mismo puedo decir de lo sucedido en México. En 1927, tres años antes de su elección, sólo un loco hubiera pensado que Pascual Ortiz Rubio le arrebatara la candidatura y la Presidencia a Álvaro Obregón. En 1931, Lázaro Cárdenas no era del tamaño competitivo de Luis Morones, de Gonzalo Santos o de Aarón Sáenz. Manuel Ávila Camacho venció a Francisco Mújica en el último momento. Y Miguel Alemán nunca hubiera ganado si no hubiera muerto Maximino Ávila Camacho, exactamente 90 días antes de la postulación. 

La misma historia fue la de Adolfo López Mateos, el más sorpresivo “caballo negro” de toda la historia. Tres años antes de su elección, Adolfo Ruiz Cortines, José López Portillo y Miguel de la Madrid apenas se estaban incorporando al gabinete presidencial. Por último, a medio sexenio anterior ¿quiénes eran Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador?

Total, en ambos países triunfaron 27 caballos negros y sólo tuvieron éxito 5 aspirantes que se veían con posibilidades, exclusivas o divididas. Digo que compartidas porque, en estricto rigor, sólo Enrique Peña lució como posibilidad única. Pero Gustavo Díaz Ordaz compartía “momios” con Donato Miranda Fonseca. Y Luis Echeverría batalló contra Alfonso Corona del Rosal y Emilio Martínez Manautou.

Y, aun así, no se debe olvidar que, en el 2008 a tan sólo 4 años de la siguiente elección, las posibilidades de Enrique Peña todavía eran muy inseguras al considerar que contendería contra Marcelo Ebrard y contra Juan Camilo Mouriño. Fue hasta la declinación de Ebrard y la muerte de Mouriño que Peña apareció como indiscutible futuro presidente y que fácilmente derrotaría a Andrés Manuel López Obrador y a Josefina Vázquez Mota, tal como sucedió.  

 

*   *   *   *

A partir del asesinato de Álvaro Obregón puede considerarse que se inició una secuencia de presidentes que no figuraban en la imaginación política tan sólo 2 o 3 años antes.

El primero de ellos fue el presidente interino electo por el Congreso de la Unión, Emilio Portes Gil, hasta entonces gobernador de Tamaulipas y ni siquiera integrante del gabinete ni amigo cercano de Plutarco Elías Calles, presidente saliente.

La explicación es que el magnicidio despertó muchas sospechas y desencadenó muchas habladurías respecto a la autoría intelectual. Muchas manos y muchas voces apuntaban hacia Calles como el beneficiario del crimen y, por lo tanto, como el primer sospechoso.

Plutarco actuó con su proverbial inteligencia para salvar su paso histórico. Lo primero fue ceder a los bloques obregonistas toda la investigación y entregar a ellos las instituciones encargadas de ello. El licenciado Ezequiel Padilla fue designado Procurador General de la República y el general Antonio Ríos Zertuche fue encargado de la policía investigadora. A donde las cosas llegaran y llevaran sería cosa de ellos y no de Calles. 

Lo segundo fue más astuto para la historia y más relacionado con nuestro tema. No permitió que ningún callista de cepa fuera el beneficiario presidencial del magnicidio. Canceló las muchas posibilidades bien ganadas de Luis N. Morones, de Aarón Sáenz y de Gonzalo N. Santos.

De allí surgirían el mencionado Emilio Portes Gil; más tarde, el primer presidente sustituto Pascual Ortiz Rubio, electo popularmente; y, por último, el segundo presidente sustituto, Abelardo L. Rodríguez, electo congresionalmente. Ellos tres fueron sorpresivos presidentes que ocuparon el malogrado mandato de Álvaro Obregón, que hubiera sido el primer sexenio presidencial después de la Revolución Mexicana.

El cuarto caballo negro sería el presidente Lázaro Cárdenas, quien no figuraba en el gabinete al inicio del mandato previo a su elección. Fue hasta agosto de 1931 que se incorporaría al equipo presidencial, tan sólo año y medio antes de su postulación como candidato.

Algo similar sucedería con el presidente Manuel Ávila Camacho, quien se incorporaría al gabinete presidencial hasta dos años antes de ser ungido como candidato de la Presidencia de la República y se convirtiera en el quinto caballo negro.

Aquí cabe mencionar que Ávila Camacho no era el preferido de Cárdenas, quién tenía sus deseos apuntados hacia su paisano michoacano Francisco J. Múgica, no sólo un amigo mucho más cercano del gran elector sino, desde luego, con una afinidad ideológica mucho más fuerte que la que nunca existió entre Cárdenas y Ávila Camacho. 

 

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Para continuar recordando nuestros episodios de sorpresas, ahora adentrémonos en una de las historias más insólitas de la política mexicana y que nos deja en claro que la política no es línea recta ni tiene palabra de honor. La política en ocasiones es pródiga y dadivosa hasta sin límites. Paga a quien no le debe y obsequia a quien no lo merece, Mientras que, en otras, es díscola y avara hasta sin pudor. Regatea a quien le debe y le niega a quien lo merece.

Por eso, el hombre de sensatez debe tener presente que la política es una mujer de paso. Que, cuando se le brinda en éxito, no debe soñar con que será eterna y que, cuando se le fuga en fracaso, no debe sufrir con que será perpetua. Por eso, en política, la victoria y la derrota deben tratarse como a dos impostoras. Tres días de fiesta o tres días de duelo, pero nada más que eso.

La enseñanza de lo anterior la vemos claramente expresada en la vida de Adolfo Ruiz Cortines. Después de gozar los privilegios del éxito juvenil pues, ya a los 30 años era el poderosísimo secretario particular del secretario de Industria, Comercio y Trabajo, donde se convirtió casi en un “vicesecretario”, vino el tobogán de la caída, siguiendo la suerte de su jefe y protector. Del “Olimpo ministerial” cayó hasta las sentinas de la burocracia. Bajó hasta un empleo de medio tiempo, el más bajo del escalafón, en el área de estadística del propio ministerio.

Así cargó, durante década y media, con su soledad, su viudedad y su reflexividad, refugiándose en su distracción preferida. A diario practicó el dominó en un bar de precio cómodo, donde comía bien y barato.

Pero, un buen día, el destino tocó a su puerta y Ruiz Cortines se convirtió en Oficial Mayor del entonces Departamento del Distrito Federal. Más tarde, en diputado federal por el puerto de Veracruz. Después, en secretario de Gobierno. Regresó a la capital como Oficial Mayor de la Secretaría de Gobernación y, desde allí, se convirtió en gobernador de Veracruz. Así, Adolfo se fue a Xalapa a gobernar su estado.

Pero ¿quién dispone, en realidad, de nuestras vidas? Miguel Alemán fue presidente de México. Ruiz Cortines ya era gobernador y no sería nada más. Pero, al segundo año del sexenio alemanista, fallece el secretario de Gobernación, Héctor Pérez Martínez, víctima del cáncer. Entonces, Ruiz Cortines fue requerido para dejar Xalapa y venir a despachar en el Palacio de Covián.

Por último, al siguiente año se estrella en el Popocatépetl el avión en el que viajaba Gabriel Ramos Millán, el indiscutible sucesor de Miguel Alemán para la Presidencia de la República. Así, la siguiente banda tricolor quedó tirada en el piso. Ruiz Cortines tan sólo tuvo que recogerla y colocársela sobre el pecho, imponiéndose al gran favorito que era el regente capitalino, Fernando Casas Alemán. 

Del ático de la soledad al trono de Los Pinos en tan sólo 15 años y seis encargos, cada uno de ellos interrumpido por el siguiente ascenso. Esa es la lección que nos brinda la vida de Adolfo Ruiz Cortines, el sexto caballo negro. No hay duda, en la política real, la única en la que creo, nada es para siempre. Ni el infierno ni la gloria.

 

  *   *   *   *

Para la fabricación del séptimo caballo negro, Adolfo Ruiz Cortines trazó el camino de su sucesión a partir de una disciplina múltiple: observar a los aspirantes; no oponerse, en apariencia, a sus aspiraciones; por lo contrario, estimularlas, aún las de los tímidos; no mostrar, al elegido, su predilección anticipada; mucho menos, demostrarla innecesariamente a la opinión pública; realizar el trabajo aspiracional de un sucesor que no sabe que lo es; y, sobre todo, disimular.

Por último, hizo su juego muy solo y sin ningún acompañante. No se conoce, hasta la fecha, de asociados o coautores de su muy extrema y hasta maquiavélica astucia sucesoria.

Así, Ruiz Cortines maniobró básicamente con tres nombres de personajes muy cercanos a él: el veracruzano Ángel Carbajal, secretario de Gobernación; el nayarita Gilberto Flores Muñoz, secretario de Agricultura; y el neoleonés Ignacio Morones Prieto, secretario de Salud. Todos ellos gozaban de amplias credenciales curriculares políticas y de fuertes grupos de simpatizantes. Baste decir que los tres ya habían sido, entre muchos otros cargos, gobernadores de sus respectivos estados.

Se cuenta que, después de meses de dicho juego recurrente, cuando ya se aproximaban los tiempos graves, ineludibles y muchas veces dolorosos de la decisión, empezó a practicar la rutina de llamar a los que, con jarocho cinismo, llamaba sus fieles consejeros: el presidente del PRI, Agustín Olachea; el secretario de Prensa de la Presidencia, Humberto Romero Pérez; el secretario Particular de la Presidencia, Benito Coquet; y otros más. En muchas ocasiones, estuvieron Francisco Galindo Ochoa y el periodista Gregorio Ortega padre.

Vamos a ver, mis amigos, cómo van los sondeos y las auscultaciones”, solía decir para abrir tema. Alguien mencionaba que, de Carbajal, se alegaba que Ruiz Cortines siempre le había heredado sus trabajos inconclusos, dado que le encomendó los cargos de los que tuvo que separarse con anticipación: la gubernatura de Veracruz, cuando fue requerido para Bucareli y la Secretaría de Gobernación, cuando fue postulado como candidato a la Presidencia.

Sécamente, don Adolfo respondía que eso no era una razón suficiente porque él completaría su mandato presidencial y que tres veracruzanos al hilo no lo perdonarían el resto de los mexicanos, refiriéndose a su región natal y a la de su antecesor, el presidente Miguel Alemán.

Proseguía la junta y otro decía que Flores Muñoz, por su carácter, haría una campaña llena de alegría y muy contagiosa. El jefe del Estado mexicano respondía, con igual sequedad, que la Presidencia no era ni debería ser una cuestión alegre sino muy seria y, con cierto fastidio, los apremiaba para oír otro nombre.

Y es que don Adolfo gustaba de practicar el más cruel de todos los engaños, consistente en mentir con la verdad. Ser veraz apostando a que los receptores lo interpretarán como quieren o que dudarán de él y optarán por creer una mentira ideada por ellos, pero no vertida por el dicente. Esto, además, lleva a la total impunidad frente al reproche. “Yo no te mentí. Fuiste tú quien se engañó solo”. Por eso decía que, en la política, no hay sorpresas sino, tan sólo, hay sorprendidos.

Por esa manera de actuar, ya regresando a nuestro tema, todavía en las horas previas al destape, al doctor Morones Prieto le dijo que no saliera de su casa en el largo fin de semana que se avecinaba. Que recibiría un llamado del partido. Y que ésa sería la señal de que la República lo necesitaba. Efectivamente, requeriría que su compañerismo lo llevara a expresar su felicitación al candidato triunfante.

Así llegamos al primer día de noviembre del año 1957. El secretario del Trabajo, Adolfo López Mateos, había recibido, desde uno o dos meses antes del destape, los mayores descomedimientos que un Presidente le puede hacer a un colaborador: no lo recibía, no le contestaba la red telefónica, no le concedía acuerdo, convocaba a sus subsecretarios y no a él, asumía sus funciones, acaparaba su clientela, resolvía sus incumbencias, mostraba un notorio desagrado cuando mencionaba su nombre. 

Al terminar octubre del 57, el mexiquense ya no consideraba que podría ser candidato y ya, cuando más, aspiraba a proseguir en su encargo hasta el final del sexenio y no ser corrido con anticipación.

En Los Pinos son las 19:00 horas y Ruiz Cortines ha convocado a junta. El general Agustín Olachea Avilés tomó la palabra para informar sobre la cuenta final de cartas de adhesión. Explicó que iba punteando el ingeniero Flores Muñoz. Comentario presidencial: “¡Ah que Gilberto! Tiene mucho jale y es que es muy buen político”. Que lo seguía de cerca el doctor Morones Prieto. Comentario presidencial: “Eso es muy lógico. Es un hombre serio, respetado y, también, un muy buen político”.

Por último, en tercer lugar, estaba clasificado el licenciado Carvajal. Comentario presidencial: “Bueno, en esto el tercer lugar ya no alcanza para nada. Es más, tampoco el segundo lugar sirve para algo”.

Entonces el presidente Ruiz Cortines dio un giro inesperado. Enderezó su espalda hasta ponerla recta y rígida, convirtió su silla en trono, los felicitó por el buen trabajo realizado y remató con las siguientes palabras mayores: “Queda claro, para todos nosotros, que nuestro partido está en oportunidad y en condiciones de postular la candidatura del Señor-Licenciado-Adolfo-López-Mateos”.

Totalmente desconcertado, el general Olachea aclaró que él no había recibido ninguna adhesión a favor de López Mateos. Ruiz Cortines, con una leve sonrisa, le replicó: “Usted no las recibió, general. Pero yo sí las recibí. Mi escritorio está saturado de adhesiones lopezmateístas. ¿Será el caso que se las enseñe y nos pongamos a contarlas?”

En esto podrían encontrarse algunas similitudes en el tiempo. Los sondeos de entonces se parecen a las encuestas de ahora. El partido tenía sus cuentas, pero el presidente tenía otros datos. Nadie podría dudar de ellos. 

Por eso, desde luego, nadie tuvo la osadía en dudar del contenido de la cajonera del escritorio presidencial. Nadie dijo palabra alguna. Nadie tenía algo que agregar. Cuando un partido político tiene dueño y ese dueño es el Presidente de la nación, nadie tiene algo que decir. Es “su partido” y puede hacer con él lo que quiera. Todo el que repele será acusado de insolencia y hasta de rebeldía.

Así las cosas, tan sólo el presidente de México urgió a su secretario particular: “Licenciado Coquet, comuníqueme con nuestro candidato a la Presidencia de la República”. En esos momentos los relojes marcaban las 20:00 horas del día 1 de noviembre de 1957.

 

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Estos relatos sirven para reflejar que es posible que el propio gran-elector tuvo su decisión hasta los últimos momentos o muy cerca de ellos. Que lo que hemos narrado no sólo es un triunfo de la discreción y de la simulación sino, acaso, de la indecisión. Por eso compartimos tres episodios marginales pero incidentes.

El primero nos cuenta que cierta tarde López Mateos se aventuró a una pregunta muy difícil de hacer a un presidente. Consultó a Ruiz Cortines si tendría algunas posibilidades sucesorias, para prepararse a ser un buen presidente o para prepararse a regresar al ejercicio profesional.

Ruiz Cortines tan sólo le contestó: “Si le digo que sí va a ser, se pondrá muy contento, se emborrachará, se lo contará a sus amigos y eso me dejará intranquilo. Si le digo que no será, se pondrá muy triste, se emborrachará, se lo contará a sus amigos y eso me dejará muy intranquilo. Así que mejor le digo que quién sabe, así puede emborracharse, contárselo a sus amigos y yo dormiré muy tranquilo”. 

El segundo se refiere a una pregunta que su amigo José Rodríguez Clavería le hizo a Ruiz Cortines sobre “¿qué le viste a López Mateos?”

El interpelado contestó que era muy frecuente que, ante los presidentes, casi todos los políticos se comportaran como tontos, como insensibles y como cobardes. Que por eso era muy valioso un hombre que siempre se mostró ante él con inteligencia, con patriotismo y con valentía. Y, mientras decía esto, se cuenta que con la mano derecha se tocaba la frente, el lado izquierdo del pecho y el arco que se forma entre las piernas.

El tercero fue otra pregunta de López Mateos, ya como presidente electo, refiriéndose al por qué había sido tan duro con él durante los últimos meses previos al destape.

Ruiz Cortines le contestó que le había visto pasar todas las pruebas, menos la de la adversidad y que, ya puesto en ella, quedó en claro que no flaqueó su espíritu, ni se quebró su lealtad, ni trató de salvarse de su naufragio. Que, por esa lealtad, por esa valentía y por esa alteza a prueba de todo, era el mexicano que merecía ser “el-señor-Presidente-de-la-República”.

Quizá algunas de estas consejas se repitan en estos tiempos en las decisiones del gran-elector.

 

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De ahí no aparece otro caballo negro hasta José López Portillo, el octavo de la saga, dado que Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría pueden ser considerados como dentro de los competidores favoritos, entre otros favoritos a los que vencieron.

López Portillo es otro caso que inició el sexenio anterior en circunstancias muy poco prometedoras. Había sido amigo juvenil muy cercano a Luis Echeverría, pero alejados ya en las edades maduras, como muchas veces nos sucede.

La vida profesional los había separado y les había sonreído de manera desigual. Echeverría fue un joven de fuertes inclinaciones políticas, mientras que López Portillo lo fue de inclinaciones intelectuales. Echeverría se enroló al cobijo de Rodolfo Sánchez Taboada, entonces presidente del PRI.

Para el sexenio de López Mateos ya era el importante subsecretario de Gobernación, después de ya haber sido el oficial mayor de Marina y el poderoso oficial mayor de Educación Pública. Mientras tanto, López Portillo ejercía un modesto tercer nivel en una modesta dependencia.

Más tarde, Echeverría se convirtió en secretario de Gobernación, mientras que López Portillo ocupó una subsecretaría que le otorgó Emilio Martínez Manautou, quien habría de ser uno de los más duros rivales para las aspiraciones presidenciales echeverristas. Para fines de ese sexenio, uno era el triunfador absoluto y el otro naufragaba en el navío de la derrota. 

Desde luego, no fue invitado a la campaña electoral, ni platicó con el candidato, ni se le integró en ningún proyecto del futuro gobierno. Es más, ni siquiera fue invitado a la ceremonia de inicio del gobierno que sería el previo al suyo y tan sólo la presenció desde su televisor.

Sin embargo, su antiguo y encumbrado amigo tuvo un insólito rasgo de clemencia con su colega de juventud y adversario de adultez. Con aquel que deseó y trabajó para que Echeverría no fuera presidente. Con el segundo de a bordo de Martínez Manautou.

Por esa inexplicable y extraña merced, lo designó subsecretario en una secretaría, entonces de “medio-pelo”. Precisamente en la que años antes se desempeñó burocráticamente. Inició ese nuevo sexenio como subsecretario del Patrimonio Nacional. Se dice que las puertas se le cerraron pero que se le abrió una ventana y que intercedieron por él otros dos amigos con los que, en la juventud, habían integrado un cuarteto muy unido. Ellos fueron el hermano presidencial, Rodolfo Echeverría y el prestigiado abogado Arsenio Farell. Que ellos insistieron, más de una vez: “No te olvides de Pepe”.

Casi 18 meses más tarde hubo un relevo y López Portillo se convirtió en director general de la CFE, sin mayor pronóstico, por lo menos ante los ojos de la clase política, que tan sólo miraba hacia Mario Moya Palencia o hacia Hugo Cervantes del Río y, hasta los más audaces, concedían ciertas posibilidades a Augusto Gómez Villanueva y a Porfirio Muñoz Ledo.

Si acaso, por la íntima cercanía, Arsenio Farell pudo interpretar los signos y le comentó a su amigo, David Romero Castañeda: “Estoy contento porque Luis ya perdonó a López Portillo. Eso lo hace su posible sucesor”. Sus palabras parecían insensatas, pero año y medio después se convirtió en secretario de Hacienda y el resto es historia ya muy conocida.

Sirva esto para dejar en claro que, a la mitad del sexenio, el futuro presidente no era visto así ni por sus allegados. Eso es un auténtico caballo negro.

 

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Muy similar a la anterior es la historia de Miguel de la Madrid, quién comenzó en condiciones muy precarias el sexenio de su encumbramiento y postulación. Al igual que en el caso previo, conoció en su juventud universitaria a su presidencial postulador, aunque De la Madrid era un estudiante cuando López Portillo ya era su maestro de Teoría del Estado. Allí destacó y hasta tuvo alguna incidencia para que su maestro se decidiera a escribir y editar su texto sobre la materia.

Pero, después de eso, no volvieron a caminar juntos hasta que la vida los reencontró en la Secretaría de Hacienda, cuando López Portillo llegó a ocupar la titularidad y Miguel de la Madrid se desempeñaba como director general de Crédito, bajo la tutela y jefatura de Mario Ramón Beteta, subsecretario que no era del agrado de López Portillo pero que tampoco podía removerlo dada la protección que le brindaba Echeverría.

Cuando López Portillo dejó Hacienda para contender presidencialmente, Beteta ocupó la titularidad y De la Madrid fue ascendido a la principal subsecretaría. Pero poco les duró el gusto ya que, como presidente, López Portillo de inmediato removió a Beteta y a De la Madrid lo conservó porque lo necesitaba, pero lo redujo en condiciones casi lastimosas.

 Pero, a medio sexenio y después de dos relevos, lo habría de designar como secretario de Programación y Presupuesto. Allí se manejó con cautela y hasta con astucia. Consintió mucho a Rosa Luz Alegría, protegida presidencial y designó subsecretario del mismísimo hijo del Presidente de la República.

Francisco Galindo Ochoa relataba íntimamente que su amigo y paisano, Javier García Paniagua, cierta vez le preguntó si le gustaría la gubernatura de Jalisco, para poder apoyarlo con el Presidente, su amigo José López Portillo.

A esto, Galindo Ochoa, siempre realista, le contestó que no importaba si le gustaría. Que no sería gobernador porque el gobernador sería, precisamente, García Paniagua. Que eso estaba decididamente resuelto por José López Portillo.

Con toda la franqueza de amigo, García Paniagua le dijo a Galindo Ochoa que él confiaba y esperaba que López Portillo se inclinara por él, para ser Presidente de la República. Con su característica franqueza, Galindo Ochoa le contestó: “Javier, ni los sueñes. Tú y yo somos casi analfabetas y a esté cabrón le gustan los doctorados y más si son de Harvard. Así, que tú estás fuera de esa contienda”.

Todavía, García Paniagua le reviró a Galindo con: “No me chingues, Pancho. No me quieras salir con la pendejada de que va a ser Miguel de la Madrid”.

Así las cosas, cuando la gran mayoría de la opinión pública consideraba que los predilectos serían Pedro Ojeda Paullada, Jorge de la Vega y hasta Javier García Paniagua, sobrevino la mayúscula sorpresa, nuevamente en el formato de un caballo negro.

 

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Más o menos lo mismo puede decirse de Carlos Salinas de Gortari, quien era superado adivinatoriamente por Manuel Bartlett, por Alfredo del Mazo González, por Jesús Silva Herzog y, en algún momento, hasta por Sergio García Ramírez.

Similar es el caso de Ernesto Zedillo quien, para el primer destape 93-94 era muy superado por Luis Donaldo Colosio, por Pedro Aspe y por Manuel Camacho Solís, así como para las brevísimas horas del segundo destape se le atribuían mayores posibilidades con una sencilla reforma legal, a Pedro Aspe y a Emilio Gamboa o, sin ella, a Manlio Fabio Beltrones, a Fernando Ortiz Arana y a Francisco Rojas. Es decir, Ernesto Zedillo compitió con los momios ubicándolo en octavo lugar.

Desde luego, cabe un recuerdo necesario. Salinas de Gortari era el candidato de Miguel de la Madrid, pero Ernesto Zedillo no era el candidato de Carlos Salinas, sino de José María Córdoba. Así vemos que todo juega y todos pueden jugar.

Incluso fuera del priismo, tanto para el 2000 como para el 2006 se veían mayores posibilidades de Diego Fernández de Cevallos, a Francisco Barrio y a Santiago Creel que las que se les creían a Vicente Fox y a Felipe Calderón.

Total, que si vemos la historia y tratamos de proyectarla hacia el provenir, se tiene que considerar a Tatiana Clouthier, a Delfina Gómez, a Esteban Moctezuma y a Juan Ramón de la Fuente, hoy considerados muy por detrás de Claudia Sheinbaum, de Marcelo Ebrard, de Ricardo Monreal y de Adán Augusto López.

Así estamos hasta el día de hoy. ¿Caballo blanco o caballo negro? Todos pueden y, además, todos quieren. Hablando en serio, nadie está fuera de la contienda y, también hablando en serio, nadie la tiene ya ganada.

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