Autotrasplante, esperanza ante el mieloma; la primera paciente en recibirlo
Recibir el diagnóstico médico llevó a Gaby a un laberinto de emociones en el que su familia fue fundamental; ahora su vida tiene un nuevo rumbo

El mieloma múltiple le cambió la vida a Gaby antes de que el tratamiento comenzara. El diagnóstico llegó con una cadena de decisiones médicas, tiempos impuestos y transformaciones. Estas realidades se intensificaron ante lo que venía: ser la primera paciente en recibir un trasplante autólogo ambulatorio.
“¿Lo hiciste? Ya es hora de que nos vayamos”, le dijo Mónica a su hermana Gaby por teléfono. Gaby, del otro lado de la línea, sabía que la hora no era para hacer maletas, sino para la máquina, pues el trasplante de médula ósea tenía una condición cruel: entrar sin cabello. Desde que escuchó la palabra cáncer, el primer pensamiento siempre fue su cabello: el mucho que siempre había peinado en dos trenzas.
En su casa tomó una coleta, la sostuvo con la mano temblorosa y comenzó a cortar. Lloraba mientras la máquina y las tijeras abrían camino entre el largo cabello.
Mónica intervino de inmediato: “Así no me ayudas, por favor, es uno de los requisitos y lo vamos a hacer, no pasa nada, el cabello te va a volver a salir”. Se sentía fuerte, empujando a Gaby a no sucumbir.
El corte terminó. Gaby se vio en el espejo, sintió su cabeza desnuda. Era la última condición antes de la fecha límite. Ella había arrastrado esa decisión, ignorando las alarmas que sonaron por primera vez con una palabra que parecía un chiste cruel.
El mieloma múltiple
Gaby recuerda que la primera vez que lo escuchó no sonó a enfermedad. Sonó a miel.
A lo mejor no es cáncer, se dijo, aferrándose a ese pequeño truco del sonido. A lo mejor es algo que se cura con pastillas.
Mónica no supo si asentir o corregirla. Sólo sintió cómo la sala del hospital parecía inclinarse. El médico hematólogo del INCan, Ramiro Espinoza Zamora, había pedido que no se fueran. Que esperaran. Que volvieran a pasar.
— “¿Por qué otra vez?”, murmuró Gaby.
Entraron. El hematólogo comenzó con el preámbulo y cerró la carpeta con lentitud.
—Siéntense, dijo.
Gaby obedeció sin mirar a nadie. Mónica se sentó al borde de la silla.
— “Lo que tienes… no es inflamación. Tampoco es estrés. Tampoco es desgaste por ejercicio… Es cáncer en la sangre”.
La frase salió, pero Gaby la sintió caer sobre su pecho, como aquella punzada con la que inició todo cuando tuvo que bajar de la bici por un fuerte dolor en su espalda.
— “¿Cáncer?”, susurró.
Mónica fue la primera en romperse. Con un temblor en la respiración que avisa que la vida acaba de cambiar de forma. Los niños, pensó, ¿otra vez una tragedia?
El médico levantó la voz apenas un tono.
— “Quiten esa cara”.
Las dos lo miraron.
— “No están aquí para morirse. Están aquí para pelear. Y esto se gana”.
Mónica extendió la mano hacia ella.
— “Gaby… tranquila. Estamos juntas en esto”.
Pero Gaby no estaba tranquila. No estaba en ningún lado. Todo era un ruido blanco en su cabeza, sólo pensaba en palabras como “tratamiento”, “quimioterapia”, “trasplante”.
El médico siguió hablando. Les explicó que no era leucemia, era una enfermedad rara de la médula ósea, capaz de debilitar huesos, defensas y riñones.
Gaby no procesó ni la mitad.
— “Doctor” (interrumpió Mónica), “¿se va a curar?”
Él no titubeó.
— “Esto se va a quitar”, dijo, pero necesito que cumplan todo al pie de la letra. Y cuando pase… ustedes van a dar testimonio”.
Entre las palabras del doctor, el apoyo de Mónica, Gaby estaba pensando en otra cosa, más íntima: ¿Me voy a quedar sin cabello?
Cuando salieron del consultorio, Gaby dio dos pasos hacia la puerta del hospital.
— “Vámonos de aquí, Mónica. Aquí me voy a morir. Yo no quiero… yo no puedo”.
Mónica la sostuvo del brazo con más firmeza que fuerza.
— “No nos vamos. No hoy. No así”.
Un cuarto frío, células nuevas.
Gaby no parecía estar en sí cuando Mónica le dijo: ¿lista?
Gaby asintió, pero no estaba lista. Aun así, subió. El elevador olía a desinfectante y a algo metálico, ese olor frío que se pega a las uñas.
El cuarto del trasplante parecía más una pecera que una habitación. Cristales gruesos, aire que sonaba distinto, como si respirara solo. Gaby entró sintiendo la piel descubierta de su cabeza como una herida.
— “Aquí vas a estar segura”, le dijo una enfermera, acomodando cables sin mirarla demasiado.
La quimioterapia previa había dejado un olor metálico que Gaby no lograba quitarse de la nariz. Ojalá esto funcione, pensó, sin animarse a decirlo.
Cuando el médico llegó con la bolsa rojiza entre las manos, parecía cargar algo vivo.
— “Hoy regresan tus células”, anunció, como quien entrega un mensaje delicado.
Gaby tragó saliva.
— “¿Duele?”
— “No. Nada de dolor. Es como volver a encender una máquina”, respondió él.
Mónica no faltó un día, trayendo historias del exterior y encargándose del papeleo, citas y trámites. De la noche a la mañana, Mónica se convirtió en la cuidadora de Gaby.
— “Tus defensas ya están subiendo”, dijo un médico una mañana.
Gaby cerró los ojos. Por primera vez sintió algo parecido a alivio. No sabía que ese procedimiento —un trasplante autólogo realizado sin hospitalización— marcaría un antes y un después en la forma de tratar la enfermedad en el país.
Gaby estuvo en la habitación sólo ocho días y al día siguiente del trasplante, regresó a su casa. A diferencia de un trasplante alogénico que requiere hasta 30 días de hospitalización.
La vida que vuelve
Cuando por fin la dieron de alta, Gaby sintió que el aire de afuera era demasiado grande. Caminó despacio. Mónica le abrió la puerta de la casa, cuidando que nada la tocara de más.
La familia tuvo que recrear las condiciones del hospital, incluyendo el aislamiento. Los niños sólo podían verla a través de plásticos y no podían acercarse a ella. Mónica organizó a los hermanos para las comidas, la limpieza y la desinfección. Todo debía ser empaquetado y nada a granel. Tenían que checar los signos vitales de Gaby y enviarlos a los médicos cada hora. Además, debía ir cada tres días a revisión.
En la última consulta, el hematólogo había cerrado la carpeta con un gesto distinto al del diagnóstico.
— “Estás en remisión”, dijo.
Gaby parpadeó, incrédula.
— “¿Eso es… bueno?”
— “Es muy bueno. Pero no cantamos victoria. Seguimos vigilando. Tú haz tu parte, y la ciencia hace la suya”.
En casa, sus hijos al principio no se podían acercar, Gaby tenía que estar aislada, cuando la volvieron a ver se acercaron con cuidado. No la abrazaron fuerte, pero sus manos pequeñas le tomaron la suya como si verificaran que, efectivamente, había regresado.
***
El día de la exposición fotográfica en Reforma, Gaby llegó sin prisa. Había gente, ruido, cámaras. Pero ahí estaba su foto: Ella con sus hijos. Ella, de pie. Pensó en el mieloma múltiple, una enfermedad que, hasta hace poco, no ofrecía este tipo de finales felices. Pensó en su cabello: ya llegaba a los hombros. Ella estaba ahí, viva.
Mónica tomó una foto de los tres frente a la imagen.
— “Para que te acuerdes de lo lejos que llegaste”, le dijo.
Por primera vez desde que escuchó la palabra cáncer, Gaby no pensó en su cabello perdido, ni en la máquina, ni en el cuarto frío. Pensó en esto: en estar ahí, en Reforma, de pie, bajo el sol, junto a sus hijos.
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