La sal del ayer: Sobre Cartago y Roma; Palestina e Israel
Como tantos, a pesar de la distancia, mi mente se ha visto consumida, casi por completo, ante la desdicha del Medio Oriente.

«Pues sé muy bien en mis entrañas y en mi corazón que vendrá un día en que perecerá la sagrada Ilión, y Príamo y la nación de Príamo el de la buena lanza.»
La Iliada, citada por Scipio a Polibio viendo Cártago en llamas
Hay algo aterrador del pasado—o quizá será mejor decir de nuestras mentes al pensar en él—. Una vez encontramos un paralelo entre el hoy y el ayer, es inevitable ver lo ancestral en todo aspecto de lo moderno. Viene, con ello, mucha utilidad. Nos ayuda a entender la situación en que nos encontramos y vislumbrar, en los días por venir, el camino por el que vagamos. Es un comentario gastado, por supuesto. Hay pocas cosas mejor conocidas que el peso de la historia en asuntos modernos. Pero justo porque tantos así lo hemos vivido es que hoy me atrevo a agregar un comentario más del género. Y que me aventuro a hacerlo con un tema tan actual que nació en estos días y sigue sin un final cercano.
Como tantos, a pesar de la distancia, mi mente se ha visto consumida, casi por completo, ante la desdicha del Medio Oriente. No pasa un día en que no piense sobre la barbarie que cometió Hamas contra el pueblo israelí o que discuta, con aires de tristeza, la brutalidad con que, parece, han de responder los israelíes a esa barbarie en su contra. Desde estas tierras mexicanas, me carcome la Tierra Santa y recuerdo, al hacerlo, las otras veces que nuestra especie se enfrentó a conflictos tan violentos. Uno solo me compete y busco compartir. Al pensar en Gaza, vino a mi mente la trágica historia de Cartago en su batalla con Roma. Espero, en ella, quede algo de esperanza por compartir.
No quiero ser aburrido ni hacer de estas palabras una cátedra de historia. Basta con un breve repaso para llegar a la comparación y aprender, aunque sea de pasada, el mensaje que tiene, para nosotros, el ayer. Todo esto ocurre 264 años antes de Cristo; dos mil antes de que existiera México como nación. Cartago, un imperio mercantil establecido, se vio por azares del destino—y genuinamente azares—en conflicto con la naciente Roma que, entonces, no era más que una promesa de expansión moderada. Disputaron tres guerras entre sí, bautizadas, por los mismos romanos como las guerras púnicas. Aquí un recuento, inevitable, de los eventos.
En la primera, contra toda expectativa, Roma derrotó a los cartagineses en batallas marinas, imponiéndoles una condena excesiva de plata a pagar como castigo (81 toneladas, para darse una idea). Con ello, el imperio naciente se coronó como la mayor fuerza del Mediterráneo. Luego, en la segunda guerra púnica, un Cartago humillado, respondió a los romanos por sus abusos. Con un ataque sorpresa, encabezados por el mítico general Aníbal, dieron batalla al creciente poderío romano. Hay que destacar la magnitud de la proeza. Aníbal cruzó los Alpes con miles de soldados y una dotación de elefantes para usar en combate contra sus enemigos. Llegando a Italia, se enfrentó con los romanos en sus propios campos—algo considerado imposible hasta ese momento—; corrió su sangre en sus propios cultivos. Aun con la sorpresa, no fue suficiente para derrotar las fuerzas del imperio. Tras años de batallas esporádicas, los romanos derrotarían a los cartaginenses por segunda ocasión. Eso, por desgracia, no sería el final. Inspirados por el odio y el temor de ataques postreros, los romanos tomaron una última decisión y, declarando fugazmente una tercera guerra, cruzaron el mar para iniciar el asedio de Cartago. Ya no era siquiera duda lo que pasaría. Poco después, destrozaron por completo la ciudad, vendieron a su gente como esclavos y, para que nunca renaciese un nuevo Cartago—cuenta la leyenda—tiraron sal sobre su tierra, haciéndola por siempre infértil. Así llegaron a su fin las guerras púnicas, con la perdición segura de un pueblo entero.
Sería, de mi parte, errado llamarme experto en el Medio Oriente. Pero en estos días, me ha consumido el paralelo con estos eventos. Me parece indiscutible; aterrador, al menos, para mi mente.
Israel pasó, en escasos años de un pueblo teórico sin tierra—una promesa en ascenso como Roma—a desplazar a la fuerza establecida sobre la tierra sagrada. Imponen, acto seguido, condiciones desabridas ante Palestina; cobran la plata que Roma a Cartago. Un grupo envalentonado, criado en la ocupación, hace un ataque sorpresa a territorio israelí, quitando la vida a inocentes y dejando, a sus enemigos, aires de tragedia—piénsese en Aníbal llegando a la península italiana—. Este paralelo me aterra más, porque de Aníbal solo conservamos victorias militares cuando, de Hamas, lo que tenemos es el uso del terror para sembrar desdicha y no quiero, de manera alguna, equipararlo. Pero se ve, a cierto modo, el mismo patrón. El enemigo impone tragedias al ganador del conflicto anterior. Éste, queriendo terminar todas las guerras—aun recordando las heridas recientes—, responde con una fuerza desmedida. Israel invade Gaza; Roma se embarca a Cartago. Ha comenzado el sitio como respuesta. Así el paralelo cruel: el de ver ciudades enteras caer. La pregunta que queda, ahora, es el nivel de destrucción que se avecina y si, en los próximos días, se sembrará sal sobre campos palestinos.
Esto no es de condenar; es solo de reflejar el pasado y esperar que, de él, venga una lección más. Pues, queda, todavía, una historia que contar en la cual veo la mayor oportunidad de aprendizaje.
Cuenta Polibio, quien vio en carne propia la caída de Cartago, que el general romano a cargo de este triunfo, el gran Escipión Emiliano, se puso a llorar al ver las llamas que consumían al enemigo derrotado. Acercándosele, preguntó que le pasada y, de manera poética, Escipión contestó: «Oh, Polibio, es algo majestuoso, pero, ahora, no sé cómo es que siento un sentimiento de terror y perdición que algún día alguien dará la misma orden sobre mi propia ciudad». Es en eso en que, estos días, no he dejado de pensar.
Viendo caer a Cartago, el general solo imaginaba en una Roma destrozada. Hubo, aún en la crueldad de la victoria, el principio de un aire de misericordia. En los ojos del romano, nació, al final, un destello de empatía y, poéticamente, recitó a su amigo los versos de la Ilíada presagiando la caída de Troya—los mismos que van, a principio, de esta columna—. De haberlos pensado antes; de haber tenido empatía, quizá se habría llegado a soluciones alternas. Su llanto llegó muy tarde para la hermandad de entonces, aunque a tiempo para la nuestra.
En ese mensaje entre lágrimas, veo la esperanza de nuestro aprendizaje; de la empatía que en estos días se ha hecho normal en redes sociales por ambos bandos. Ahora que nos avecinamos, parece ser, a los aires de barbarie, solo queda preguntar si las lágrimas del pasado serán suficientes para ahorrarnos las del futuro. O, si en su lugar, ya está lista la sal para Gaza, las masacres para Israel, y el arrepentimiento perpetuo de generales ante la devastación.
Espero, por lo menos, esta historia nos anticipe la empatía antes de la tragedia. Pero temo, a veces, las fuerzas de la historia son mayores que cualquier lección que nos deja.

**José Luis Sabau es escritor, columnista y analista. Estudió, con honores, la licenciatura en ciencias políticas y economía de Stanford, donde completó, simultáneamente, una maestría en estudios latinoamericanos. Ha contribuido a El País, Nexos, Excélsior y el Sol de México.

"Desde Estánfor" es un espacio donde los alumnos y exalumnos mexicanos de la Universidad de Stanford vuelcan sus opiniones sobre la realidad del México contemporáneo.
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