Mariana Enríquez: 'El horror que nos circunda'
La escritora argentina charla sobre Las cosas que perdimos en el fuego, un libro de relatos que está en proceso de traducción en casi veinte países

CIUDAD DE MÉXICO.
Como una puesta al día de temas cercanos a los géneros del terror y lo fantástico, pero también internándose en zonas turbulentas del paisaje social y político de su país, la periodista y narradora argentina Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) escribió una docena de cuentos que dan forma a Las cosas que perdimos en el fuego, un volumen en el que aparecen casas embrujadas, fantasmas, monstruos urbanos, marginalidades sórdidas, infiernos íntimos e incluso una quema de brujas contemporánea.
Escribí estos cuentos en un periodo largo, de unos dos años, y sin disciplina. O bajo diversas disciplinas. Algunos por pedido: habían sido editados antes en revistas o en antologías. Otros por gusto. En general trabajo con una idea muy acabada del cuento: tengo toda la trama y los personajes en la cabeza cuando me siento a escribir, lo ‘pienso’ durante mucho tiempo”, señala Enríquez, en relación con el origen de estos relatos, y añade: “Tengo épocas de escritura durante las que suelo repetir temas, obsesiones o voces. Me di cuenta, en un momento dado, no recuerdo cuál, de que estaba escribiendo cuentos donde se repetían ciertos climas y cuestiones: las mujeres, las voces de las mujeres, lo urbano, la violencia, el encierro, un evidente cruce con la política del género de terror. Cuando tuve varios cuentos con ese aire de familia, me di cuenta de que tenía un libro”.
Autora de novelas como Bajar es lo peor (1995), y Chicos que vuelven (2010), de la colección de cuentos Los peligros de fumar en la cama (2009) y de la biografía La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (2014), Enríquez no se queda corta al dar rienda suelta a su imaginación y habilidad narrativa para ofrecer historias estremecedoras; sin embargo, lo que en verdad asusta de los relatos incluidos en Las cosas que perdimos en el fuego es que, si bien en ninguno falta –ni falla– la vuelta de tuerca siniestra y en algunos casos sobrenatural, que inquieta y provoca escalofríos, al final es más perturbador el escenario macabro de la realidad en la que ocurren, y la posibilidad —o la evidencia— de que aquello que nos aterroriza entre las páginas resulta ser tan real como el horror que, salvando fronteras y distancias, puede estar circundándonos a diario, en todas partes.
¿Al escribir estos cuentos, encontró posibilidades narrativas que no había probado antes y, por otro lado, qué rasgos de estilo cree que son comunes a todos ellos, o en todo caso, que le interesa mantener y quizás perfeccionar ?
Es la primera vez que escribo sobre mujeres, con narradoras mujeres además, de una forma tan avasallante. Esa fue claramente una posibilidad nueva para mí y no lo había intentado con tanta claridad en libros anteriores (mis novelas están protagonizadas por varones). También creo que hago cuajar mejor el terror con cuestiones sociales o políticas en estos cuentos; mejor que antes, o distinto en todo caso. No sé qué me gustaría mantener o perfeccionar: en general me aburro rápido y lo que quiero realmente es ir en otra dirección.
¿Hay elementos autobiográficos en ellos?
Muy poco. Alguna anécdota deformada, sobre todo cuando las protagonistas son adolescentes, esas chicas se parecen a mí. Pero en general no uso elementos autobiográficos, sólo los que se usan normalmente en literatura; siempre uno pone de su experiencia, siempre los personajes tienen rasgos que semejan al autor. Pero específicamente, no. Cuando hago autoficción, lo hago conscientemente y me gusta, pero no ocurrió en este caso.
¿Cómo se plantea el tema de la verosimilitud, y en qué medida tiene en cuenta o marcas una distancia entre realidad y ficción?
En general, parto de un escenario realista o de una situación realista y creo que eso causa un efecto de verosimilitud. La distancia entre realidad y ficción es muy porosa, no sé si la marco o si siquiera pienso en eso. Me gusta manipular hechos de la crónica policial “reales”, retorcerlos y de esa manera ficcionalizarlos. Sospecho que eso da un efecto de verosimilitud también.
Cuando escribe, ¿le preocupa o se detiene a pensar en la forma en que sus cuentos puedan ser leídos o interpretados en cuestiones de género, o incluso en otras, como las sociales y políticas?
No me preocupa ni me pongo a pensar en el momento de escribirlos en cómo serán leídos. Sí lo hago después de escritos y publicados: eventualmente pienso en qué cuestiones se dispararon y qué surgió en esa escritura. Me interesa la política. Me interesan los discursos públicos. Me gusta, como escritora, tener una especie de antena que sintonice con los discursos sociales circulantes. En los últimos años, cuando fueron escritos estos cuentos, la cuestión de género era un tópico recurrente y hubo en Argentina una especie de concientización social sobre feminismo, violencia doméstica, violencia de género y demás. Eso, al elegir narradoras mujeres, se filtró en mis textos. No fue una decisión consciente: ocurrió. Me gusta que pase: quiero ser permeable. Mi postura política no interesa tanto –no creo que un escritor deba estar todo el tiempo pronunciándose por cualquier cosa–, sí me importa registrar los tumultos sociales que me rodean. El género ayuda, creo, para que eso no ocurra de una manera solemne: el terror también es entretenimiento y un vehículo fantástico para que cuestiones muy serias puedan ser tratadas con mayor atrevimiento y riesgo.
Ahora que el libro lleva varios meses entre los lectores, ¿qué cosas interesantes le han ocurrido? ¿Hay alguna reacción que la haya tomado por sorpresa?
Me sorprende mucho que tenga muchos más lectores de los que suponía y que esté en proceso de traducción en casi veinte países. Eso me parece delirante. Muchos de los lectores no son lectores de cuento ni de género de terror, y sin embargo lo leyeron sin prejuicios. Eso siempre es sorprendente. Lo divertido es que en general los lectores varones están muy mortificados por el lugar periférico, a veces patético y a veces inexistente que ocupan los personajes hombres. Suelo preguntarles por qué no les molesta cuando los hombres aparecen como asesinos, como perversos, como autoritarios, como violentos: los personajes varones suelen serlo, especialmente en ficción popular, y nunca escuché a un hombre molestarse por eso. Y sí los mortifica que sean unos tontos en mis cuentos. Es curioso: creo que con los lectores, ellos y yo, nos dimos cuenta de que es raro el no-protagonismo de los hombres (o un protagonismo ingrato) y que tienen mucho más aceptada la convención de personajes monstruosos, villanos horribles, pero eso sí, protagonistas. Acá sencillamente no llevan adelante la trama y suelen ser desechados, pero en general no son malvados, salvo los hombres violentos de Las cosas que perdimos en el fuego (el relato que da título al libro) que de todos modos tampoco aparecen perfilados como personajes, solamente la narradora se refiere a ellos.
¿Se considera parte de una tradición literaria o se identifica con algún grupo de escritores por influencia o empatía narrativa?
Supongo que estoy dentro de lo que se llama la nueva narrativa argentina, pero ahí hay muchas tradiciones cruzadas y escritores muy diversos. No hay grupos marcados, yo no los noto al menos; sí grupos que se juntan por afinidades personales y afectivas, pero no tanto literarias. Eso me parece saludable. Soy muy fan de escritores como Kelly Link, Laird Barron, Neil Gaiman, Stephen King, ellos me influencian, claramente. Pero siempre me sentí un poco solitaria; por otra parte, creo que el oficio es solitario. Hay muchos escritores de mi edad y mi idioma, especialmente latinoamericanos, que me gustan: María Gainza, Ariadna Castellarnau, Javier Calvo, Maximiliano Barrientos, Lina Meruane, Margarita García Robayo… todos son muy distintos entre sí y me gustan por motivos muy distintos. Mis escritores favoritos son Faulkner, Rimbaud, Emily Brönte, Henry James, Ray Bradbury, Borges… Soy muy ecléctica, tanto que me cuesta pensarme dentro de un grupo. Enseguida me voy hacia otro.
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