Frases y hechos inmortales de seres inolvidables: las abuelas

Dominaban todas las áreas habidas y por haber del conocimiento humano; sus particulares regaños y consejos las convirtieron en personas irremplazables

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Dominaban todas las áreas habidas y por haber del conocimiento humano; sus particulares regaños y consejos las convirtieron en personas irremplazables

CIUDAD DE MÉXICO.

Dichosa la persona que conoció a sus abuelos tanto de la rama paterna como de la materna; sin embargo, independientemente si los recuerdas o no —porque es viable que chichis para arriba mientras eras un bebé sin memoria—, es casi seguro que a alguno conociste: son seres que vomitan sabiduría, pero de aquella sólo adquirida con el paso de las décadas.

@EduDomDel94 / edominguez@gimm.com.mx

Seguramente los padres de tus padres ocuparon un lugar en esas añejas generaciones que destilaban niños sin ton ni son: parece que los hombres, exclusivamente, se dedicaban a pensar con la cabeza… y las mujeres a prender el boiler. Pero tanto chamaco desarrapado trajo consigo experiencias, conocimientos, frases y hechos que la memoria con sabor a melancolía no logrará olvidar jamás.

Guárdate esas lágrimas para cuando me muera, hijo de la chingada (sin importar si brotaste del vientre de su hija). Deja de hacerte pato (una extraña y horrible condición que afecta a todas aquellas personas que son huevonas, que se hacen las que no escuchan o las que no ven una situación obvia que amenaza su integridad física, emocional o económica)”.

Cuando uno cruza por aquella etapa pueril, o de la pubertad o de la adolescencia —y esto le sucedió a un gran contingente de la humanidad—, cometemos la terrible aberración de creer que las abuelas son taradas, que nacieron ayer y que, a lo sumo, todavía se chupan el dedo:

¡Uuuuuyyy, hijo! Cuando tú apenas vas, yo ya vine, regresé dos veces, y si quieres, hasta te acompaño”: manera tan elegante de ahorrarse el calificativo de «pendejo», aunque demoraran más en emitir la elevada frase”.

De seguro eres perita en dulce, cabrón: cuando te quejabas de alguien más.

A pesar de los improperios lanzados de sus venenosas pero duras y  sinceras bocas, sus palabras nunca sabían a groserías ni estaban cargadas con fines meramente ofensivos. A parte, tomando en cuenta que la mayoría de ellas carecía de una educación elemental, sus análisis de las conversaciones y situaciones del día a día eran tan atinadas y lúcidas que los celos corroían por no poder pensar igual.

Cuando la edad de la fiesta, de amig@s, de novi@s, te alcanzó, y tus tiempos de visita disminuyeron paulatinamente, cada vez que te veía no dudaba en bañarte con un «¿y ese milagro»? «Aquí no es hotel, ¿eh»? «¿A poco todavía paseas aquí? Como te la vives todo el día con tus amigot@s» o, en su defecto, con tu «mueble, ni cuenta me di de tu ausencia»: era la manera de decir que te extrañaban.

Una historia de archivo.

No lo sé, no lo recuerdo con exactitud, pero si hago un esfuerzo matemático, estimo que sucedió entre 1999 y el nuevo milenio —revisaré mi certificado «kindergardeano»—. Se trataba de mi graduación del jardín de niños. Había practicado la coreografía grupal por semanas, y mi cabeza apenas si lograba memorizar los enclenques pasos.

¿Por qué tan echado a perder?: cuando te dabas una «manita de gato»… ¡que te veías muy guapo, pues!

Mi personalidad no se caracteriza por ser dueña de una memoria envidiable; al contrario, no me interesaba lo que sucedía en el salón de clases, mucho menos en la pista de baile. Días antes de que llegara la celebración de pompa, trabajamos una vez más, la maestra terminó de juntar a las parejitas, y a la hora de la salida, a las madres, padres o abuel@s, recordaba:

Señor (a), tal día de la siguiente semana es la fiesta de graduación. Nuestras criaturas se van a la primaria. Haga favor de conseguirle un disfraz de vaquero… sí, de vaquero; sean puntuales y que su niño se venga bien desayunadito, porque la mini peda demorará de dos a tres agobiantes horas”: y se verá mal si falta, olvidó decir la educadora.

El día tan pocamente anhelado se abrió paso en el calendario del refrigerador General Electric, aquella marca que se abreviaba con las dos iniciales de tipografía cursiva: «GE»: electrodoméstico tan lujoso —al menos en esa época te lo parecía— que se adquirió con el dinero que mandó un@ de tus tí@s —hij@ de tu abuela, herman@ de tu padre o de tu madre—, que emigró a los Estados Unidos mucho antes de que tú conocieras la maldita luz de la vida.

Vámonos, mi amor. Ponte tu trajecito de «roquero» porque se nos hace tarde, y si no llegamos a tiempo no nos van a dejar pasar. Y ni modo que dejes a tu pajarita sin gavilán”: José José le chacaleó esa frase a mi abuela, la tergiversó tantito e hizo su rola Gavilán o paloma. Hasta el día de hoy, la tumba de mi antecesora sigue sin recibir regalía alguna.

Entre carreritas y empujones llegamos al sagrado centro educativo. Mi abuela, mi madre y un servidor arribamos muy al children, listos para pulir pista y decirle adiós a dicha época.

En cuanto la profesora me vio llegar con una chaqueta de cuero —el pobre Elvis Presley se quedaba pendejo—, panto de mezclilla, camisita dizque rebelde, zapatitos deportivos y un peinado que daba más pena que admiración, la pobre mujer dijo, realmente consternada:

— ¡Señora! ¿Pero de qué vistió al niño?

— Pues de roquero, maestra, como mi madre me dijo. ¿No me dijiste eso, oma?

— Sí, Lucre, cómo no— asintió la abuela con una seguridad implacable, meneando la choya de arriba abajo.

— ¡No, señora, no! Yo le dije que de vaquero, no de roquero.

Los cuatro interlocutores se quedaron sorprendidos, mientras una risa ahogada ya acaparaba la atmósfera; no faltaron los ojos ajenos pero como si no lo fueran. Las carcajadas se dejaron venir.

— ¡Mamá!

— ¡Ay!— la abuela lanzó un manotazo al aire, despreocupada—: pues yo le entendí que era de roquero y no de vaquero— resuelta.

— Y ahora, maestra, ¿qué hacemos?— cuestionó mi progenitora.

— No, pues ya déjelo, ni modo que no baile. Ya está aquí. Vete a formar, mi amor, que ya merito les toca.

Y así, anacrónico de lo más, ajeno a la atmósfera del viejo oeste, desempeñé un papel de roquero en tierra vaquera: como amar a Dios en territorio de indios. No experimenté ningún sentimiento de pena, pues ni me importaba; pero ahora que veo las fotografías me pregunto cómo pudo suceder un atropello de semejante envergadura.

edd