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Expresiones

No ti mexcondas Armando Ramírez, por Víctor Roura

Publicada en 1977, la novela Pu, de Armando Ramírez, supuso un desquiciamiento en la narrativa mexicana; si ya con Chin Chin el teporocho...

Notimex | 16-07-2019

CIUDAD DE MÉXICO. 

La Sección cultural de Notimex abre con gran algarabía la sección No ti Mexcondas de Víctor Roura.

No ti mexcondas

Armando Ramírez

Por Víctor Roura

Publicada en 1977, la novela Pu, de Armando Ramírez, supuso un desquiciamiento en la narrativa mexicana. Si ya con Chin Chin el teporocho (1972) Ramírez había señalado que lo fundamental en una historia no es su forma escritural sino su fondo, con Pu se dio a la acuciosa tarea de remarcar su tesis con una violencia inaudita. Para ello, el doctor Alfonso Quiroz Cuarón, un año antes de su muerte, escribió la presentación, en abril de 1977, de este apocalíptico libro de Armando Ramírez: “En las páginas que siguen observaremos los abismos de la obsesión fascinadora del sexo en la descripción de un suceso en una crónica criminológica. Los análisis coprológicos sirven a la ciencia y ésta es utilizada para tratar de aliviar o curar al hombre enfermo. Todos los periódicos y revistas nos dan la crónica de los hechos criminales, que aparecen desde la Biblia hasta la literatura clásica, y los juzgados penales están saturados de esa horrenda literatura procesal en que se describen detalladamente sucesos terribles y repugnantes que provocan la ‘náusea social’, como puede suceder con los hechos que adelante se describen”, donde tres hombres, de las más bajas entrañas de la urbe, delinquen con pasmosa vehemencia, sabedores, además, de que sus actos quedarán impunes. No porque sean intocables, sino porque así lo marcan (cómo me gustaría decir marcaban) las leyes de la selva citadina: como no hay normas que regulen las asperezas sociales, ni protejan a los ciudadanos, ni rijan los valores civiles, los violentadores se apropian de las calles para perturbarlas sin temor a ser descubiertos precisamente porque son ellos los que atemorizan e imponen sus arbitrarias leyes a todos aquellos que transitan los adoquines de la ciudad (“ellos” pueden ser, por supuesto, una gama diversa y ciertamente localizable: lo mismo truhanes vestidos de policías que vagos sin oficio, lo mismo hombres encorbatados aposentados en la divina clase política que traficantes adinerados, lo mismo simulados sicarios que acaudalados autores intelectuales).

Sólo que esa vez los personajes de Armando Ramírez eran, son, unos relajientos, facinerosos, resentidos, sin una pizca, como hay miles, de compasión por el sufrimiento ajeno. Gustadores del cine no por cuestiones estéticas ni enriquecimiento cultural sino por mera distensión de la perversidad personal, estos tres espantables personajes, a bordo de un extinguido delfín, que a principios de los setenta era algo así como un lujoso autobús de pasajeros (quizás hoy pudieran compararse con los metrobús), buscan desesperadamente a su próxima víctima. “Nos metimos por donde vivía Agustín Lara, exactamente delante de la casa del maestro” estaba su objetivo final: una dama con las caderas “más impresionantes que jamás ojos de macho hayan visto por estas calles de Dios. ¡Ni qué Marilyn Monroe, ni qué Raquel Welch, ni qué Gina Morett, ni qué ocho cuartos! Abigail que da un enfrenón de santo y señor mío. Los frenos de aire la hicieron voltear activamente. De la puerta de atrás saltó Genovevo. Pa pronto que la aborda. Que le enseña la pistola, el cañón se lo puso en el estómago, la mujer se puso pálida pálida, volteó a ver a todos lados de la calle, parecía que nadie se daba cuenta, de por sí la calle estaba casi vacía. Con una orden seca, imperativa, como quien está acostumbrado a intimidar con una voz entre dientes y unos ojos que fulminan, la mujer subió”.

Y ahí comenzó la repartición corporal: en un principio, y aunque el novelista no lo dice, la señora se puso a la disposición sexual de los tres gañanes quizás para no ser maltratada, quizás por miedo a la violencia física, quizás para no levantar la desalmada ira de los violadores. Si bien el narrador nos hace ver que la señora gozaba con el desenfreno sexual de sus atacantes, de ningún modo nos traslada a su pensamiento: el lector tendrá que conformarse con la opinión de uno de los involucrados, sin más cultura que la de la vivencia del barrio, que la de los cines cachondos, que la de la amoralidad de su gremio conformado por chulos, prostitutas, ladrones.

La lectura transcurre en una doble visión o, mejor, en dos escenarios paralelos: el viejo cine donde se congrega esta gleba para satisfacer sus instintos sexuales (las amigas son compartibles, los camaradas homosexuales regalan sus depravaciones a quienes lo soliciten, la sala oscura es motivo de libertades abyectas, de permisibles ofensas mutuas, de degradaciones inconcebibles) y el viaje en el autobús donde, según avanza la tarde, las situaciones se van deteriorando innombradamente. Luego incluso de haber bailado sensualmente con sus violadores al ritmo de una pieza de Benny Moré, la mujer empieza a pedir su liberación para encontrarse, nada más, con una persistente y absurda negativa: “Los árboles verdes se van contando con los dedos, los árboles amarillos se van contando con los ojos, los árboles blancos no se cuentan porque no hay al menos en la Ciudad de México, la señora comenzó a llorar, al ver correr sus lágrimas por sus mejillas me dieron ganas de darle dos bofetadas, el sol se tendía atrás de nosotros, los policías en sus esquinas listos a morder, los motociclistas montados en sus doberman aspiran el aire para saber quién tiene miedo, el Abigail se acerca a la señora, la consuela: ‘No llores, cálmate, nos vas a poner de nervios...’, la señora le contesta implorante: ‘déjenme bajar, no voy a decir nada, no los voy a acusar...’. Abigail le repite: ‘no llores, ¿qué no ves que me pones mal...?’. La señora sigue llorando; Abigail le repite: ‘no llores por el amor de Dios...’ La señora sigue llorando, el Abigail le repite: ‘No llores, por vida tuya...’ La señora sigue llorando, el Abigail le repite: ‘No llores, por la virgen María...’ La señora sigue llorando, el Abigail le repite: No llores, por el santo niño de atocha”.

Y así hasta encender de cólera al Abigail quien, ni tardo ni perezoso, empezó a golpearla con el puño cerrado. (Hay que recordar que los libros del insigne Armando Ramírez, por lo menos los más de ellos, están editados tal cual los entregaba su autor: con la sintaxis a veces alrevesada, con mayúsculas y minúsculas mal distribuidas, con faltas ortográficas ?como sugería Gabriel García Márquez, él mismo fallido desatinado ortográfico?, sin la acentuación ni las puntuaciones pertinentes, con lo cual se logra la impresión buscada: que sus historias parezcan, más que hazañas literarias, una aventura narrada de viva voz por su apresurado contador.) No en vano, Quiroz Cuarón apuntó en el prólogo que en el autobús “viaja un triángulo de sujetos ligados por la fascinación del sexo para formar un triángulo de erotismo criminal que incide en una mujer desconocida, la víctima, en que sus sentimientos, emociones y pasiones sexuales hunden sus raíces en lo más profundo y primitivo del instinto sexual; se adivina en los tres protagonistas la precocidad sexual, pero de lo que no hay duda es de las expresiones obscenas en sus gestos y lenguaje”.

El sexo domina las vidas de estos tres patanes, que deciden, en un momento de suprema alteración lujuriosa, acabar con la existencia de la dama que los complaciera en sus demencias violentadoras.

Y eso, gulp, que aún, en aquel 1977, no se transmitían aún en los aparatos electrónicos los escabrosos reality shows...

Autor de una veintena y media de libros, Armando Ramírez nació el 7 de abril de 1952 en la Ciudad de México, misma urbe que lo viera partir el pasado miércoles 10 de julio a los 67 años de edad. Viejo amigo, Armando me había dicho por teléfono hace aproximadamente dos meses:

?No te preocupes, en cuanto me reponga nos hablamos y nos vamos a tomar un café…

?Pero tu trabajo es caminar, Armando ?le dije?. ¿Qué vamos a hacer?

Porque Armando Ramírez, por sus crónicas televisivas, vivía justamente de a pie.

Pronto, me respondió, volvería a caminar. Los médicos eso le decían.

No volví a oír nunca más su apreciada voz.

Querido amigo: tal vez uno de estos días volvamos a darnos un fuerte abrazo para luego tomarnos un café y en seguida platicar de infinitas cosas.

 

 

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