
CIUDAD DE MÉXICO.
Dicen los viejos que Dieguito nació de la mano de Dios. Que lo hizo a su imagen y semejanza y que lo dejó ahí, en un potrero de Villa Fiorito, para que el pibe deleitara a propios y extraños con aquella zurda prodigiosa. Siempre observado por don Diego y doña Tota, el pequeño barrilete cósmico se convertiría en el capitán de los Cebollitas, el once de chamacos con sueños mundialistas y zapatos rotos.
Maradona se hizo mayor en México 86. El estadio Azteca sirvió para que Diego se reencontrara con Dios, en aquel gol con la mano siniestra que engañó a Shilton, el portero inglés. Aún con el recuerdo amargo de Las Malvinas.
Aquella tarde, el argentino sembraría en el césped del Azteca a seis ingleses antes de anotar el llamado gol del siglo y el viejo Víctor Hugo Morales cerraría los ojos para gritar al micrófono y al mundo: “¡Barrilete cósmico!, ¿de qué planeta viniste, para dejar en el camino a tanto inglés?”. Y, ante los alemanes, Diego se hizo campeón del mundo. Se hizo inmortal.
AMU
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