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Javier Villarreal Lozano

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

Toda vida humana, aun aquellas que llegan a prolongarse más de 100 años, dura un suspiro. Cuando a Robert Louis Stevenson su médico le aconsejó que se mudara a un lugar de clima más benigno que el escocés si no quería morir joven, el escritor le respondió: “¡Ay, doctor, debiera usted saber que un hombre, muera a la edad que muera, siempre muere joven!” Así es. Lo más importante no es cuánto se viva —lo cual depende en buena medida de la suerte—, sino cómo se vive.

La vida de Javier Villarreal Lozano fue una vida muy rica tanto por lo que la disfrutó como por lo que nos dio a los demás. Fue el hombre que quiso ser. Sabía gozar con todo: los paisajes, las conversaciones, las viandas, el vino, las lecturas, los viajes, los recuerdos, las batallas, la enseñanza a sus alumnos que tanto lo querían y lo admiraban, la promoción y difusión de la cultura y, especialmente, la tarea de escribir.

Javier no era de esos académicos de las áreas de las ciencias sociales y las humanidades, ¡ay, tan numerosos!, que conocen su materia, pero no son capaces de escribir una sola página en buen español. No, él era un gran escritor, y por eso leer sus libros, sus crónicas y sus artículos es un deleite, así abordara temas históricos, anécdotas curiosas, divertidas o extrañas de su natal Saltillo, o asuntos de actualidad.

Como historiador puso un gran empeño en reivindicar la figura de Venustiano Carranza, cuya imagen ha sido distorsionada por visiones sesgadas. Su obra sobre el personaje lo hizo merecedor del Premio Nacional de Historia. Carranza no sólo tuvo el enorme mérito de desconocer y enfrentarse al golpista asesino Victoriano Huerta, sino que, además, con la Constitución de 1917 proveyó de sustento ideológico y razón de ser a la Revolución Mexicana. La historia oficial no lo presenta como un mártir, categoría que le asigna a Madero, pero su asesinato es una página de nuestra historia tan ignominiosa como el asesinato de éste.

Entre sus crónicas, mis favoritas son las que reunió en ¡Ay, Saltillo!, si tus calles hablaran…, en las que revivió, con magistral estilo narrativo, hechos notables ocurridos en calles, edificios y otros lugares de su ciudad, los cuales hubieran estado condenados al olvido si no los hubiera rescatado ese estupendo cronista que fue Javier.

También ejercía magníficamente el arte de la conversación. Una charla con él era invariablemente aleccionadora y sabrosa. Su vasta cultura, su ingenio, su agudeza y su sentido del humor conformaban un coctel chispeante. Voy a extrañar esas pláticas, acompañadas siempre de la alegría que nos producía reencontrarnos —lo que no era tan frecuente por la distancia entre nuestros respectivos lugares de residencia— y una o dos botellas de vino tinto.

Me hubiera resultado imposible no querer a Javier, como me resulta imposible ahora no evocar nuestras conversaciones sin sentir una honda satisfacción por haber tenido su amistad y una tristeza punzante al pensar que ya no volveré a verlo.

Nos conocimos porque ambos tuvimos el privilegio de ser de los fundadores de la institución del ombudsman en nuestro país: él fue el primer presidente de la Comisión de Derechos Humanos de Coahuila y yo de la del Distrito Federal. A sólo dos meses de asumir el cargo, Javier emitió su primera recomendación, en la que solicitaba que se procesara a unos policías que habían torturado a un detenido a quien se imputaba falsamente un robo cometido en la finca del director de Pensiones del estado. Desde ese momento quedó claro que el ombudsman coahuilense actuaría, como siempre lo hizo, con profesionalismo, autonomía y valor. Javier nunca perdió su capacidad de indignación ante la injusticia y el abuso.

Unas pocas líneas escritas por él mismo nos dicen mucho de su calidad humana: “No respeto la riqueza, la fama, el éxito ni el poder en ninguna de sus formas. El respeto lo reservo para la inteligencia y la belleza. (No necesariamente en ese orden). Algunos dirán que falta la bondad en mi lista pero, como Oscar Wilde, pienso que la bondad es una forma de la belleza”.

Javier vivió la vida como una fascinante aventura. Lo expresó en unos versos memorables:

Lo que te mantiene vivo,

mano al timón y rostro al viento,

ávidos ojos oteando el horizonte,

no es el final del viaje,

es el desafiante gozo de hacer la travesía.

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