¿Cómo el preparar una pasta a la carbonara desató una pelea entre los europeos?
Una polémica por una salsa carbonara en el Parlamento Europeo expone el gastronacionalismo en Europa: norte y sur se enfrentan entre la mantequilla y el aceite.

Si usted, lector, no suele estar apegado a las redes sociales, le diré que durante esta semana, un tuitero argentino despotricó contra la comida mexicana, calificándonos de ser "la India de Latinoamérica" con un video de unos tacos de birria. El tuit generó tanta polémica que no solo había mexicanos defendiendo a muerte nuestra comida, sino que hasta los propios argentinos terminaron defendiendo la nuestra.
En Europa, "no cantan mal las rancheras"... es más, es una completa guerra entre el norte y el sur. En un continente asediado por la guerra de Rusia en Ucrania, por la competencia económica de China y por una relación más incierta con Estados Unidos, la política europea encontró el mes pasado una causa que muchos tratan como sagrada: la forma correcta de cocinar espaguetis a la carbonara.
El detonante fue un frasco. Francesco Lollobrigida, ministro de Agricultura de Italia, dijo que durante una visita al Parlamento Europeo en Bruselas vio a la venta una salsa carbonara preparada que, según él, llevaba ingredientes equivocados. “¿Cómo podría una carbonara con crema —¡crema ! ¡Madonna mia! — y el corte de cerdo incorrecto merecer tal nombre?”, protestó, antes de rematar: “¿Qué sigue, piña en la pizza?”.

El episodio puede sonar trivial, pero retrata un fenómeno que atraviesa a Europa incluso cuando el nacionalismo clásico pierde terreno: el gastronacionalismo. La comida, sugiere el texto base, despierta en el continente emociones más intensas que casi cualquier otro tema, y sigue dividiendo a sus países pese a décadas de integración.
La Unión Europea ha dedicado décadas a domar el patrioterismo residual: armonizó leyes, abrió un mercado único y eliminó controles fronterizos. Sin embargo, “un continente unido por tratados sigue desgarrado por recetas”. Mientras los estadunidenses suelen comer de forma parecida estén donde estén —son los únicos que van a un Starbucks en Roma, una ciudad llena de cafeterías locales—, los europeos pueden mantener el gesto serio ante un plato que para el vecino es normal.
En ese terreno, denigrar al otro sigue siendo socialmente aceptable. El texto sostiene que hoy es descortés que un europeo menosprecie a un vecino —probable aliado en una negociación vital—, pero que criticar su cocina “sigue siendo un signo de virilidad patriótica”. El remate es una frase que condensa la paradoja: “El nacionalismo europeo ha muerto. ¡Viva el gastronacionalismo europeo!”.
Los apodos culinarios han funcionado durante décadas como una forma de marcar frontera. A los alemanes se les insulta como “Krauts”, a los franceses como “Frogs” o “monos rendidos que comen queso”, y a los británicos como “rosbifs”, en alusión a su fama de cocinar la carne con rudeza. Los políticos saben que una burla culinaria suele caer bien en casa.

El texto recuerda un ejemplo célebre: Jacques Chirac, expresidente francés, dijo que “no se puede confiar en la gente que cocina tan mal”, al referirse a los británicos y a la crisis de las vacas locas. El difunto Silvio Berlusconi, entonces primer ministro italiano, despreciaba la comida finlandesa; y un restaurador finlandés le respondió con una Pizza Berlusconi con carne de reno ahumada, que terminó superando a propuestas italianas en un festival en Nueva York.
Detrás del chiste hay un mapa: una línea horizontal divide al continente. Los países del norte, más ricos y “adinerados”, cocinan con mantequilla, y suelen ser retratados por el sur como los “parientes pobres gastronómicos” de Europa. La comida norteña, dicen sus críticos, es un método eficiente para suministrar calorías acorde con una supuesta falta de sentido del humor; ¿quién busca voluntariamente un restaurante alemán, holandés o polaco?
Al sur de esa línea se impone el aceite de oliva. Italianos, españoles, griegos y franceses —estos últimos en una franja bisagra entre la mantequilla y el aceite— presentan la mesa como una ocasión sagrada, una ceremonia que alimenta tanto el alma como el cuerpo. En esa visión, una receta no es solo una combinación de ingredientes: es un relato familiar y un marcador de pertenencia.
La globalización, sugiere el texto, reforzó el contraste. Los norteños, más abiertos al comercio, se beneficiaron de una dieta que se mezcló sin demasiada culpa: los británicos, dice, dejaron de lado el rosbif por el pollo tikka masala indio; los alemanes se volcaron en masa a los döner kebabs. Los sureños, en cambio, tienden a defender lo que ya tienen, y se irritan tanto por las imitaciones como por las versiones “malas” de las recetas de sus abuelas.

En esa batalla, los ejemplos rozan lo absurdo. En Escandinavia se sirve pasta con kétchup; en Polonia, un plato de macarrones con fresas. Para los custodios del canon mediterráneo, esas combinaciones alimentan la sospecha de que el norte no solo cocina diferente, sino que no entiende la gravedad cultural del plato.
La defensa no es únicamente simbólica. El texto señala que, desde 1992, la UE aplica normas que estipulan que ciertos alimentos solo pueden proceder de zonas determinadas, de modo que “solo los griegos puedan elaborar feta” y que el parmesano provenga del norte de Italia. De los más de mil 500 alimentos protegidos, añade, más del 70% vienen de cinco países del sur. Para esos países, blindar un nombre es blindar un mercado, y también blindar prestigio.
El debate se volvió aún más intenso cuando, según el texto, la UNESCO amplió el 10 de diciembre su lista de patrimonio cultural inmaterial para incluir la gastronomía italiana, convirtiendo al país en el primero en recibir esa distinción en bloque. La línea final, con sarcasmo, fue un dardo para el norte: “Se supone que no hay planes para reconocer la gastronomía holandesa”.
Las disputas gastronacionalistas son, en palabras del texto, “deliciosas porque pueden ser cómicamente insignificantes”. A los belgas les molesta que las “patatas fritas” lleven el nombre de sus vecinos franceses; los griegos reivindican el “café turco”; y en los Balcanes, varias naciones se disputan el pedigrí de aguardientes anisados que, para un extranjero, se parecen demasiado.

Pero hay una sombra: cuando la identidad se fija en un plato, el desacuerdo puede convertirse en política de exclusión. El texto menciona el borscht, disputado durante años por Ucrania y Rusia, como ejemplo de cómo una sopa puede cargar con acusaciones de intransigencia. En el plano europeo, la tensión suele expresarse con menos violencia, pero con un mismo impulso: apropiarse del símbolo y negar la versión ajena.
En la era de la comida fusión, popular en redes sociales, el texto propone una pregunta incómoda: ¿no es sensato un poco de chovinismo culinario? La respuesta es matizada. Prescribir una forma “correcta” de preparar un plato —o limitarlo a un lugar— puede ignorar la evolución de la cocina, donde los cocineros toman prestado, adaptan y mejoran lo que encuentran.
La carbonara, precisamente, no es un plato ancestral —y mucho menos la versión ramen, cotizada por los estadunidenses—. La primera receta conocida se publicó en 1952, en Chicago, y la versión “canónica” actual solo se consolidó en la década de 1990, según el texto. En otras palabras, la tradición que hoy se defiende con ferocidad es más joven de lo que sugieren sus guardianes.
El frasco en Bruselas, con su etiqueta de carbonara, deja así una lectura más amplia. Para el sur europeo, la comida es una frontera emocional y económica; para el norte, un campo más flexible donde caben la importación y la mezcla. Y para la UE, la mesa sigue siendo un lugar donde las diferencias se aceptan, se teatralizan y, a veces, se legislan.
bm
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