Juguetes que escuchan: ¿la tendencia que viene?

“El juego es el laboratorio del niño.”
Friedrich Froebel, creador del concepto de jardín de niños (o kínder, como también lo conocemos en México), escribió que “el juego es la forma más elevada de investigación”. El pedagogo alemán del siglo XIX concibió materiales que hoy todavía se ven en las aulas: cubos, esferas, bloques.
Y sí, durante siglos los juguetes han sido un soporte pasivo: el niño proyecta mundos, conflictos y descubrimientos a través de ellos. El oso de peluche guarda secretos sin repetirlos. La muñeca parece escuchar, sin registrar nada.
Hoy esa regla se está rompiendo. Los juguetes hablan. Responden. Guardan memoria de lo dicho. La inteligencia artificial está entrando en la habitación infantil, con disfraz de felpa.
La industria lo celebra (¿o lo vende?) como avance pedagógico. Mattel anuncia alianzas con OpenAI. Startups como Curio venden peluches conversacionales para niños a partir de los tres años. La promesa suena tentadora: aprender sin pantallas, un tutor personalizado, un amigo que nunca se cansa.
Y por si fuera poco, una celebridad como inversionista del proyecto de Curio, la cantante Grimes. Su presencia legitima culturalmente a los peluches. No hace una simple campaña de marketing, sino usa la voz de una artista que habla frecuentemente del arte y el futuro. Al declarar “como madre no quiero pantallas para mis hijos”, Grimes introduce una narrativa de autenticidad: la de la creadora que habla también como madre preocupada.
La autenticidad maternal también funciona como blindaje corporativo.
La propuesta, vista como un todo, tiene precisión quirúrgica: todo eso que le causa culpa a los padres de hoy, solucionado por un juguete. Los niños dejarán de ver pantallas, alguien les enseñará y no se exasperará, como un humano promedio.
Pero, ¿qué significa que el primer confidente de un niño sea un algoritmo?
¿Es un avance pedagógico o un experimento social sin manual?
Juguetes para los niños… o niños como juguetes
No es la primera vez que la industria lo intenta. En 2015, Mattel lanzó Hello Barbie. La muñeca grababa las conversaciones de los niños y las enviaba a servidores externos. Fue un escándalo: vulnerabilidades de seguridad, acusaciones de espionaje, rápida retirada del mercado. ¿Qué aprendimos de aquel fracaso?
Un juguete que responde siempre y que guía con preguntas prefabricadas convierte el juego en un guion dirigido. La imaginación queda subordinada a la lógica algorítmica.
Un compañero de IA que da respuestas en lugar de preguntas no expande la creatividad: la administra.
El peluche Grem, de Curio, se presenta como “un juguete sin dispositivos”. Por “dispositivos”, podemos entender videojuegos o lo que termine en una pantalla. Pero es un espejismo. Grem no funciona sin conexión a la nube. Las conversaciones del niño viajan a servidores de OpenAI o Perplexity AI. Lo que parece juego se convierte en procesamiento de datos.
El peluche ya no guardará secretos: los transmitirá.
Si desde los tres años un niño entiende que hasta su peluche reporta a la nube, ¿qué noción de privacidad quedará en su adultez?
Sherry Turkle, desde el MIT, lleva años advirtiendo sobre la “compañía sintética”: máquinas que simulan cuidado, pero no lo sienten. ¿Qué modelo de amistad se construye cuando el primer “mejor amigo” nunca contradice, siempre responde con agrado? En su parte más inocua, presenta un mundo distorsionado: sin conflicto, sin negociación, sin reciprocidad. Justo lo opuesto a la geopolítica actual.
Los reguladores, como es habitual, van detrás. En Estados Unidos, la COPPA protege a los menores de 13 años, pero fue escrita antes de la IA conversacional. En Europa, la futura Ley de IA podría clasificar a estos juguetes como productos de alto riesgo. En América Latina todavía estamos en la etapa de quiénes son los políticos buenos y los malos. Mientras tanto, startups y gigantes ensayan directamente con la imaginación infantil.
Quizá estemos frente a un cambio de paradigma. Nunca antes un objeto de juego fue usado como un campo de experimentación con fines tecnológico-capitalistas. Nunca antes la infancia fue el laboratorio de empatía simulada.
¿O será que se trata de un simple miedo a lo desconocido? ¿Que no concebimos infancias distintas a las del pasado y por eso nos resistimos a la que plantea la tecnología actual? Puede ser, pero los focos rojos ahí están.
Froebel hablaba del juego como investigación. Winnicott describía al peluche como objeto de transición, un refugio íntimo donde el niño aprende a estar solo sin sentirse abandonado. Ahora ambos son resignificados: la investigación la dirige un algoritmo, el refugio es un micrófono, muy atento.
La pregunta ya no es si podemos fabricar peluches que hablen. La pregunta es cultural: ¿deberíamos?
Porque si el juego era el lugar donde nacía la libertad, ¿qué significa que ahora la libertad más inocente, la de un niño, tenga términos y condiciones?
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