'Estoy bien, güey, no me rompí nada; pinche coche, qué madrazo'
Recorrimos unos cuarenta kilómetros por la Centennial Trail platicando y metiéndole caña a los pedales; no había gente, ni motorizada en los cruceros, ni bicicletos en el camino que recorríamos
Por: Esteban Riva Palacio

Tras un golpe seco aventé la bici contra un poste y regresé torpemente —lo más rápido posible— para ver en qué condiciones se levantaba Nacho. De Everett a Bellingham hay una ruta preciosa, exclusiva para ciclistas y corredores, de asfalto impecable e interrumpidos haces de luz entre los árboles. Salimos de Everett con un desayuno ligero y un café cargado, un sol tempranamente alzado y muy poco viento.
Recorrimos unos cuarenta kilómetros por la Centennial Trail platicando y metiéndole caña a los pedales. No había gente, ni motorizada en los cruceros, ni bicicletos en el camino que recorríamos. Entonces, llegamos al crucero en que Nacho voló. Íbamos rodando Nacho a la izquierda del camino, yo a la derecha. Pasé un poco más rápido el crucero y de reojo vi un cofre color vino característico de los 90, redondeado y con faros opacos. En seguida giré la cabeza para ver a Nacho irse de bruces sobre el cofre del coche y la bici de cabeza sobre él. Aparecieron desde el bosque cuatro ciclistas y se detuvieron para ofrecer auxilio. Nacho se levantó con las piernas temblorosas y los ojos emplatados: “Estoy bien, güey, no me rompí nada. Pinche coche, qué madrazo." Nacho se sentó helado en una esquina del camino, moví la bici de la bocacalle y el conductor se bajó a ver qué onda con mi hermano, si estaba bien y demás. El daño colateral recayó en el poste de la bici, doblado irremediablemente. Agradecimos, con puños encorazados, al conductor por haberse detenido y le dijimos que no había problema, que lo resolveríamos nosotros. Los ciclistas nos dieron el número de una tienda de bicis local que, por fortuna y en domingo, estaba abierta. No hubo tanta fortuna porque no hubo repuesto para la parte dañada en la bici de Nacho. Dejamos todo en la tienda y fuimos al hospital para que revisaran la mallugada del hombro y la nalga del accidentado. Todo bien, no pasó de una contusión en el hombro y un esguince en un ligamento del codo. Con la cabeza gacha caminamos siete kilómetros hasta el motel más cercano. Arlington, un pueblo bastante alejado de todo, nos dio techo bajo el imperante dominio de los indios sobre la gama baja de hospedaje costero. Cenamos una hamburguesa desabrida en Denny's y nos fuimos a dormir relativamente pronto. Al día siguiente llegaría nuestro padre a Vancouver y llegaría por Nacho y su averiada nave. Mañana llegamos a Vancouver, sin afectar el itinerario. Nuestra madre de «ground control», Nacho y nuestro padre de «Major Tom», mañana casco puesto y barra de proteína: 140 km, la recta final.EL EDITOR RECOMIENDA



