MexiCanUs: como manecillas de un reloj surrealista

Havilah, nuestra nueva anfitriona, nos invitó, caminando lúdicamente, al jardín trasero, donde conocimos a su compañera de casa y donde estacionamos las bicis

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Miércoles 19 de julio   El último día de campamento fue bien aprovechado. Nacho y yo nos tomamos con mucha calma la estancia en Bay Canter / Willapa Bay. Nos levantamos a eso de las nueve y media, nos sentamos en la rústica mesa de campo que nos correspondía y nos pasamos viendo a un par de venados que fisgoneaban el perímetro de la casa de campaña. Saboreamos un par de sándwiches de crema de cacahuate y mermelada, nos bebimos una taza de café —gratis y calcetinoso— en la oficina del centro de acampada y nos trepamos a las bicis.    Nos confiamos con el horario porque el tiempo era fresco y nublado, ideal para una rodada larga. Además, haciendo caso del pronóstico de don Google, tropezamos con la misma piedra… muy confiados de la absurda medición de altimetría, nos llevamos con paso firme la primera parte del recorrido. En fin, subidas y bajadas sin cesar. Empinadas y llenas de grava, nos pusieron en jaque. Además, el sol se carcajeó de la densa nata de nubes y en cuestión de media hora las excusó.    El recorrido fue de ciento treinta kilómetros, los primeros veinte fueron nobles entre nubes. Los demás fueron muy intensos. Tuvimos tres escaladas notables que en el momento nos recordaron que nuestro recorrido es más recomendable de norte a sur, por los vientos veraniegos; sin embrago, al llegar a la cima de la última, el cielo aborregado nos premió con una bajada olímpica. Finalmente, la ciudad que esperábamos con tanta emoción nos recibió. Bajamos por la Old Olympic Highway (Antigua carretera olímpica) a eso de las seis. Nacho estaba de jeta por la distancia, el sol y el dolor de piernas. Mi querido hermano soltó su lado energúmeno al ver el perfil griego del paisaje.    Paramos un momento en los suburbios rurales para estirar las piernas y la espalda baja. Contemplamos los pilares de madera que se resisten a la urbanización y avanzamos hasta nuestra siguiente parada al estilo del ruso casi fusilado y perdonado por el zar, con las piernas temblorosas y las voces opacas de cansancio. Llegamos al número 333 de la calle «...» para encontrarnos con una señorita de porte y físico estereotípicamente alemán: blanquísima y robusta (sólo le faltaba altura, le falta uno que otro escalón para alcanzar a una Helga o a una Heidi). Sin embargo, su imponente apariencia se convirtió —en el segundo en que abrió la puerta y se recargó viéndonos desde el umbral, descalza y con un pie apoyado sobre una firme pierna, haciendo un cuatro— en una cálida e infantil sonrisa.    Havilah, nuestra nueva anfitriona, nos invitó, caminando lúdicamente, al jardín trasero, donde conocimos a su compañera de casa y donde estacionamos las bicis. Entramos a la cocina después de un inesperado abrazo y nos dio interesantísimas pautas de conversación a rienda suelta. En lo que los tres platicábamos, Havi nos hizo una pasta de moños y salsa marinara: exquisita.    Devoramos la cena en la mesa del jardín, mientras ella nos revisaba con la mirada —no en un sentido sugerente, no sean cochinos, sino como si fuéramos el bicho más raro que hubiera visto en su vida— y nosotros nos empezamos a preguntar si olíamos lo suficientemente mal como para ser motivo de una examinación tan rigurosa. Ella sólo fumaba sus Camel güeros.   La plática fue plural. Saltábamos como manecillas de un reloj surrealista de tema en tema: de Game of Thrones a una efervescente discusión sobre Kahlo, hablamos de astrología (yo soy escéptico de esas chucherías) y de los movimientos literarios y filosóficos que resultaron ser comunes para los tres.    Entrada la noche conocimos a su compañera de casa, una hawaiana-japonesa-koreana-alemana de voz severa y espaldas platónicas, altura de un metro y casi noventa, con antebrazos que el gran Muhammed Ali envidiaría y unos puños que desmoronarían a La mole. La personaja, de nombre Pono, entró gritando eufórica. Nacho y yo nos sentimos perros falderos, a pesar de la pinta de hooligans. Tras ella entró Lauren, héroe y figura, quien le acababa de pedir matrimonio. Él probablemente sea tres cabezas más bajo que Pono, absolutamente sereno y funge como punching bag de su prometida: un auténtico caballero. Nos pasamos la noche conversando y bebiendo vino, jugando cartas y carcajeándonos como si fuéramos amigos de años atrás. No deja de asombrarme el poder de socialización íntima que promueve el viaje.