MexiCanUs: ruta aparentemente noble con una altimetría infernal

Avanzando por un plano, ya oregonense, tomamos un ritmo firme para apresurar la llegada. La verdad es que ya llevaba un par de días con la pantorrilla punzándome hasta el tobillo

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Miércoles 12 de julio  

Nuestro último día de California amaneció acampando al lado de un lago en el valle que resguardan los Redwoods de Klamath. Salimos del Golden Bear RV Campground rumbo a Oregon, finalmente cambiaríamos de estado: eterno y plural California, tierra del alto impuesto sobre las ventas (carísimo). 

Establecimos rumbo sobre los pedales en un horizonte que demasiado pronto se torció en zig-zags verticales y horizontales. Calentamos las piernas con una buena escalada entre un bosque cerrado y tomamos una ruta —aparentemente noble— con una altimetría infernal. No hay que confiar ciegamente en los mapas virtuales, son un tanto cuanto falibles en lo que a la bici respecta.    Una muy merecida bajada nos refrescó los ánimos con una mezcla de brisa marina y polvo de árboles. Avanzando por un plano, ya oregonense, tomamos un ritmo firme para apresurar la llegada. La verdad es que ya llevaba un par de días con la pantorrilla punzándome hasta el tobillo. Traté de hacerme güey… eso no funciona con Nacho. Con la dulzura característica de un hermano, me soltó un variado abanico de adjetivos para remarcar la falta de conciencia que me dominó durante esos kilómetros lesionados.    Paramos en una clínica dentro del condado de Curry, ya en Oregon, donde un doctor albino —de ceja, bata y calceta— me platicó, muy sereno, que tenía uno de los gemelos (músculos de la pantorrilla) y la rama del bifurcado tendón de Aquiles desgarrados. Quedé helado hasta que me dijo que sólo era cuestión de dos o tres días de descanso. Obviamente escuché tres y entendí dos, para salir y decir que no había que tomar ni uno. Le dije a Nacho el veredicto del médico y sólo puso cara de escepticismo radical… no me salvo con ese cuate. 
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Decidimos acabar los casi cincuenta kilómetros que restaban para alcanzar el siguiente punto de acampada. Cenamos dos hamburguesas cada uno, después de ciento veinticinco kilómetros, en un restaurante espléndido: Behind the Red Door. Probablemente haya sido la mejor hamburguesa que he comido. Y vaya que he comido hamburguesas. Los dueños y jefes de cocina del lugar, Kevin y Chelle, un par de hijos de Montana emigrados al místico bosque costero, se hicieron nuestros amigos después de ver el ímpetu con el que comimos. Grandes personas, con muy interesante conversación.    Conocimos en este restaurante a un políglota brasileño, de nombre Rafael,que pretende llegar a México en bicicleta. Vio nuestras bicicletas recargadas en el local y pensó que éramos otros ciclistas a quienes había conocido en el camino. Él buscaba hacer bola para reducir el costo del punto de acampada. Acampamos con él y con dos estadounidenses más: Arlene, una ingeniera recién graduada de ascendencia griega y un hijo de mexicanos de nombre Víctor, quien no habla español pero es un as para la mecánica del ciclismo.    Finalmente la noche fue lo suficientemente clara como para iluminarse de vía láctea.