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La crítica y el debate

Yuriria Sierra

Yuriria Sierra

Nudo gordiano

A ningún presidente le gusta la crítica. Y no es lo ideal, en lo absoluto, pero seguramente es algo que no cambiará, al menos no a corto plazo.

Lo ocurrido ayer en la conferencia mañanera entre Andrés Manuel López Obrador y Arturo Rodríguez, de la revista Proceso, lo dejó de manifiesto. No es algo nuevo. No estamos frente al primer presidente que sabe quiénes no aplauden.

Sin embargo, también está ese otro lado, el de la crítica escandalosa, la que prefiere la estridencia a la razón, a la calidad argumentativa.

La que desde cualquier esquina arremete a través del insulto, de la agresión. La crítica vacía, pero sonora, que resta espacios a aquella que tiene verdadero valor, la que sí opera como oposición, la que tiene fuerza y que es necesaria en contextos donde la realidad muchas veces se dibuja, de manera oficial, a cuentagotas y con la información que viene, en algunos de casos, de una única persona.

Esa crítica que robustece el debate y genera discusiones y, sobre todo, ofrece detalles suficientes para pulir la imagen de la realidad que no puede, nunca, construirse sólo desde una perspectiva.

Podremos estar o no de acuerdo con lo que dicen unos u otros, pero no podemos desacreditarlos desde la insensatez.

En redes sociales son comunes las agresiones a personajes como Gibrán Ramírez, por parte de Denise Dresser, por ejemplo.

Y la constante es la descalificación: que si es demasiado joven para saber, como lo menos ofensivo; pero también hay comentarios que rebasan la línea y se evidencia lo anquilosado del racismo.

México urge por una crítica dura, pero saludable, y que sea la que más espacios abarque, que sea la que genere eco, la que provoque estridencias, sí, pero que éstas tengan la dirección y fuerza para impulsar los cambios en la narrativa, en la toma de decisiones.

La falta de ésta es justo lo que empodera a los líderes que a través del adjetivo “esquivan” los señalamientos y las alertas, así vengan de personajes de partidos que no están en el gobierno –quienes tendrían que ser la verdadera oposición, pero que están hoy más que desdibujados– o de publicaciones de prestigio internacional como el Financial Times o The Washington Post.

Nuestra coyuntura requiere esa crítica que respalde lo que advierten conocedores de los temas, como las agencias calificadoras, las organizaciones defensoras de los derechos humanos o las protectoras del medio ambiente.

Más allá de las diferencias ideológicas, nuestra crítica debe fortalecerse para también contribuir a la eliminación del encono social, debe dejar de alimentar los discursos de odio contra cualquier grupo y convertirse en el real contrapeso de cualquier gobierno.

A ningún presidente le gusta la crítica; les da lo mismo de dónde viene, jamás ha salido uno solo a aceptar que se tuvo razón al señalar sus errores, pero eso no debe ser motivo para no ser rigurosos y precisos en la manera en que la ejercemos.

La diferencia entre aquella crítica escandalosa, pero vacua, y ésa otra también estridente, pero sustentada, es que una de ellas es útil para la vida democrática de cualquier país.

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