Un fuerte olor a combustible

Todo comenzó con un fuerte olor a combustible, que alertó a los vecinos después de algunos días. El olor lo envolvía todo: las alcantarillas en las calles, las coladeras en las casas, el agua de consumo cotidiano. A los cuestionamientos siguieron las protestas y, tras ...

Todo comenzó con un fuerte olor a combustible, que alertó a los vecinos después de algunos días. El olor lo envolvía todo: las alcantarillas en las calles, las coladeras en las casas, el agua de consumo cotidiano. A los cuestionamientos siguieron las protestas y, tras algunas revisiones, la autoridad aseguró a la ciudadanía que no había motivo para preocuparse.

Las explosiones comenzaron alrededor de las diez de la mañana, cuando el barrio se encontraba inmerso en su vida cotidiana. La primera tuvo lugar en el cruce de calles más importante de la zona; la segunda ocurriría, de manera casi simultánea, a diez cuadras de distancia. La tercera volaría por los aires un autobús lleno de pasajeros, un poco más lejos: hora y media después, diez explosiones habrían recorrido las calles del barrio lo largo de once kilómetros, dejando tras de sí una tragedia humana inenarrable cuya magnitud fue ocultada por las autoridades, que recurrieron —de inmediato— al uso de maquinaria pesada para la remoción de escombros a pesar de las protestas de quienes seguían buscando a sus seres queridos. El gobierno manejó la crisis como si hubiera sido un mero asunto político, enfocándose —desde antes de la catástrofe— en deslindar a la paraestatal de cualquier tipo de responsabilidad, aunque estuvieran al tanto del riesgo. En un principio, la estrategia fue culpar a una empresa privada para salir del paso.

Una aceitera, dijeron entonces. La escena era dantesca, sin embargo, y en poco se parecía —más allá de la devastación y la tragedia humana— a lo que hemos enfrentado en los desastres más recientes. La responsabilidad correspondía a las autoridades, por supuesto: a la corrupción en el gobierno, y la falta de mantenimiento en la obra pública que provocó la peor catástrofe posible al descuidar un orificio de tan sólo un centímetro, que terminó por contaminar la red de agua hasta que todo reventó. El recuerdo sigue siendo escalofriante, a casi 32 años de distancia: al terminar las explosiones, lo que en su momento fuera uno de los barrios más tradicionales de Guadalajara se había convertido en algo parecido a una zona de guerra, en donde la población civil hubiera sido sometida a un bombardeo inclemente. Las explosiones no sólo siguieron el patrón marcado por los ductos, sino —sobre todo— el patrón de los gobiernos ineficientes: las alertas llegaron a tiempo, la ciudadanía recibió pretextos en respuesta, los funcionarios no actuaron y sólo trataron de cubrirse entre ellos. Vaya tiempos.

Todo comenzó con un fuerte olor a combustible. Esta columna no tendría que haberse publicado el día de hoy, y mucho menos en un tono tan sombrío: quienes vivimos el 22 de abril en Guadalajara deberíamos evocarlo en su fecha exacta como un acto conmemorativo, y no una semana antes como un doloroso recuerdo cuyos olores hoy se perciben de nuevo. Lo que está pasando en la Ciudad de México no es normal en absoluto, aunque tampoco es la primera vez que ocurre: las condiciones actuales —incluso la ola de calor, en aquellos tiempos inusual— se parecen demasiado a lo que pasaba en 1992 como para tomarse a la ligera. La situación en su conjunto constituye un riesgo mayor, cuyas posibles repercusiones rebasan el ámbito político y hacen necesaria su consideración inmediata como un verdadero asunto de Estado.

Una emergencia nacional, más allá de sus repercusiones políticas: la catástrofe podría estar a la vuelta de la esquina, y es momento de que cada quien asuma el papel que le corresponde. Los gobernantes, a resolver lo que ya se huele; los periodistas, a vigilar su actuación y exhibir sus deficiencias. La ciudadanía, a exigir sin descanso —una y otra vez— hasta que pueda dormir tranquila de nuevo, sin la preocupación fundada de volar por los aires en cualquier momento. El gobierno de la ciudad tuvo el tiempo suficiente para atender el problema: quien estuviera a su cargo contó, igualmente, con la capacidad y recursos para resolverlo. Lo que suceda, de ahora en adelante, le toca a ella.

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