Per a la meva Glòria.
“¿Qué pasará con el petróleo a bordo del buque?”, cuestionó un reportero al presidente Trump en la rueda de prensa para anunciar la captura y aseguramiento de un carguero venezolano de grandes dimensiones. “Nos lo quedaremos, supongo”, respondió el norteamericano sin dudarlo. La ofensiva real contra Nicolás Maduro había comenzado.
A Trump no le interesa aplastarlo, sino estrangularlo. “A esta hora que les hablo, los tripulantes de esa nave, de ese barco que llevaba a los mercados internacionales 1 millón 900 mil barriles de petróleo —que lo pagaron en Venezuela, porque todo el que saque petróleo primero lo paga— están secuestrados, están desaparecidos, nadie sabe dónde están”, acusó el dictador venezolano mientras describía, punto por punto, la forma en que se desarrollará su debacle. El buque carguero Skipper —al que hace referencia Maduro— se trata en realidad de una nave sin bandera que fue sancionada en 2022 por transportar combustible para Hezbolá, y que forma parte de la flota clandestina utilizada para el tráfico ilícito de hidrocarburos entre Venezuela, Irán, Rusia, China y otras naciones afines. Cuando dice “los mercados internacionales”, en realidad se trata de la dictadura cubana, a donde estaba destinada la mitad de la carga. Una carambola de tres bandas.
La captura del Skipper no sólo es un golpe directo a la línea de flotación de la dictadura venezolana —que ha perdido el dominio sobre sus aguas territoriales—, sino que, al mismo tiempo, compromete la seguridad energética cubana y rompe las cadenas de suministro de los mayores adversarios de EU. Todo esto mientras María Corina Machado recibe el premio Nobel tras un escape heroico, y prepara su regreso triunfal: en Venezuela “construiremos un escudo de seguridad, sacaremos a los agentes de regímenes autoritarios como Rusia, Irán o Hezbolá”, declaró en entrevista reciente a la BBC. Algo, sin duda, se ha estado cocinando.
“Los días de Maduro están contados”, aseguró Trump a sabiendas de que necesita de un golpe espectacular. La popularidad del mandatario ha descendido a niveles históricos, y los últimos avances del caso Epstein anticipan una pérdida de confianza que podría resultar catastrófica para su partido. Las elecciones intermedias están a la vuelta de la esquina, mientras el descontento comienza a generalizarse: el presidente parece ocuparse más en demostrar su poder, y obtener el Premio Nobel, que en resolver los temas más apremiantes para los norteamericanos. El costo de la vida, la inflación y el desempeño económico en general serán un factor decisivo en las urnas el próximo año: todo esto, por supuesto, a menos que suceda algo.
Trump no necesita de tropas en tierra para deponer un gobierno o desestabilizar una región: para lograrlo, en realidad, sólo requiere controlar sus rutas comerciales. El objetivo, sin embargo, no es la detención de Nicolás Maduro o frenar el tráfico de fentanilo; el objetivo final no es, tampoco, el control sobre las abundantes reservas petrolíferas venezolanas. El objetivo verdadero es el control total sobre el hemisferio occidental, como se reveló en la Estrategia Nacional de Seguridad estadunidense publicada hace unos días y que pretende ser un corolario a la Doctrina Monroe, enfocada descaradamente en la dominación del continente. Un continente en el que, por cierto, somos los vecinos más cercanos.
La presión puede sentirse, mientras tanto. Los aranceles a los productos asiáticos, anunciados hace unos días, parecen más un esfuerzo del gobierno por poner las barbas a remojar en el nuevo contexto que una estrategia diseñada ex profeso para proteger a la industria local y a los consumidores de los miles de productos que ahora estarán sujetos a un gravamen que favorece más a las políticas norteamericanas que a las necesidades de la población.
Por lo pronto, dentro de todo el caos, nuestros buques siguen navegando. Tal vez sea una suerte, a final de cuentas, que no tengamos tanto petróleo como Venezuela.
