Médico te dé Dios… el morir poco te importe

Cuando un tema vital del ser humano aparece, el antojo de seguir desarrollándolo empuja a ese único solar, y es que la pareja médico-paciente, que es el asunto a seguir tratando, es tan esencial como el alimento a mediodía o la oración en la noche antes de dormir.

Ahora he conocido, después de una vida de ser una enferma no imaginaria, las alucinaciones; yo no sabía que eran tan poderosas, inclementes e indestructibles… Al experimentar el dantesco infierno de Dante, te enfrentas a lo que ahora se llama una realidad virtual, un adlátere que habrás conocido en tus fiebres infantiles y al que vivirán abrazados los drogadictos; por lo pronto, estoy en una plaza pública del centro de la capital, que está descuidada, sucia, llena de desperdicios, bajo la lluvia pertinaz, y miserables que se arrastran empapados, muy cerca de mí hay lagartos y víboras. Hace mucho frío, las casas que rodean el lugar están apagadas y desaparecen hasta convertirse en muros altísimos de puro ladrillo y que pelean con el aguacero. Sabes que estás perdida.

Deseas ardientemente regresar a tu casa, a tu recámara, a tu lecho y empiezas a exigirlo a gritos, y apenas oyes una voz que te dice… “Está usted en su cama señora, no pasa nada”, pero tu desesperación va en aumento, abres los ojos y los muros empiezan a caminar hacia ti, y entre ellos y tú hay muchas bardas, estorbos, como monumentos de tumba, hierbas secas, el mundo abandonado por Dios; misericordiosamente empiezas a adormecerte sin antes tener un acceso de pánico porque a tu derecha hay un incendio voraz que empieza a quemar troncos de pie, la muchacha que te acompaña te dice “es la luz de la notaría que está frente a su casa”; lo entiendes y vuelves a cerrar los ojos, y te hundes en un sueño que culmina en un despertar de ojos de piedra y párpados de acero, y tu pobre mente desquiciada; empiezas a pensar que no podrás leer, tu pasión; no podrás escribir, tu justicia en la tierra.

Aquí es cuando empieza a obrar la inteligencia, quizá el sicoanálisis que hiciste, la lógica, la experiencia y la labor del médico oculista que deberá explicarte que todo va unido a la enfermedad (con palabras que flotan como uveítis, retinitis, glaucoma y la mácula); tu terror compite con la calma que empiezas a sentir porque sabes que estás en manos del doctor Mauricio Corso, el médico que dará la vida por devolverte la visión de la hermosa aventura que es vivir.

Un médico debe ser culto, inteligente, contemporáneo, con una posición política definida, pero resguardada, por respeto al paciente; no debe abusar del cobro, no es posible que no podamos pagar, los ciudadanos que carecemos de seguros, como los burócratas y los ricos. Tal como nuestros amigos elegantes, del amparo de un marido que te diga siempre “aquí estoy, no me voy”, y de la dulcísima mano de tu madre sobre la enfiebrada frente.

Esta paciente mexicana está retenida de sus dos perros, de su hermana, tan deteriorada como ella, y de sus cuatro sobrinas, pero todas tienen su vida, de la que yo carezco: Casas, esposos, hijos, suegras, nietos, perros y, además, viven tan lejos como Alaska o la Patagonia.

Los médicos deben examinarse, calificarse, saber si han cumplido con su deber hasta en la buena educación y en la mirada compadecida. Abstenerse de cobrar esa barbaridad de dos mil pesos que vino a arrebatarme a mi casa un extranjero que, diciéndose médico, lo único que me dijo es que cambiara de lugar mi mesa donde me sentaba a leer cuando tenía ojos.

Quiero ahora, en esta soledad que corroe, en estas alucinaciones que empiezan a desaparecer, en estos ejercicios para mirar de nuevo, en mi ansiedad de regresar a la terapia de mi pierna enferma que el doctor Ibarra, hijo del gran especialista, trata de salvar, rendir un homenaje a los médicos que me antecedieron, primero, a mi abuelo ciego, doctor Mendoza Guzmán; a mi celebérrimo tío, doctor Enrique Romero Ceballos; a nuestro médico familiar, doctor Ernesto Gonzalitos Tejeda; a mi hermano, doctor Manuel Mendoza Romero; a mi otro hermano, doctor Eduardo Césarman; a mi dentista bien amado, doctor Benasini; al doctor Manuel Mateos Cándano y a todos aquellos que me han ayudado, empezando por quien debiera ser la doctora mayor, una especie de Marie Curie, mi generosa hermana Carmen Parra.

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