Madre sólo hay una
Si me hubiera atrevido, como era mi deseo original, a escribir sobre mi madre, tal vez una buena columna y un rubor de haber perdido la pena de tratar algo tan íntimo me aliviaría un poco los muy malos días que he atravesado… con valentía, es verdad...
La enfermedad, generalmente, vence, a veces lleva hasta la muerte… yo, esto por mi temperamento a hablar en voz alta, no debería avergonzarme, pero ocurre que cada vez que abría la trompa o escribía algo levemente atrevido, irremisiblemente perdía algo valioso como la amistad.
Me sorprendo en los contados lugares a los que concurro, que me están hablando y yo no atiendo porque soy la viva imagen de la distracción y la tristeza…es decir, que tal vez no se me ocurre decir ya nada por temor a otro sopetón (y quizá, caminando un poco la meditación, por ello mismo ya no le escribo a nadie, he dejado a medias la susodicha novela en proceso o el deber de periodista, la colaboración es un gran calvario que me siento a hacerlo a última hora a ver si de veras se me olvida).
Como estoy tan torpe con las teclas (yo que fui tornado, como la canción), prefiero tan fausta fecha dejarla para cuando recupere mi fuerza, simplemente porque el tema es tan de los adentros que, a la menor provocación, caería en lo ñoño.
El ser humano guarda en su caja fuerte interior la sacralidad de las imágenes de los padres, y si los retoma, una especie de renacimiento ocurre. Quien escribe es capaz de borrar páginas si acaso siente un ventarrón inesperado.
Nunca he sido haragana, mi deber lo es ante cualquier pretexto distractivo, aun la muerte de alguien amado, pero lo que hoy me ocurre es asombroso para una persona acostumbrada a gobernar su cuerpo.
“Zaraguato”, me decía mi papá si de veras le subía excesivamente el tono. El zaraguato, me contaba riendo, es un changuito de la selva, cuya voz poderosa da la idea a la distancia de ser un orangután con toda la barba… y me quedo sola en pequeño. Yo mera fingiendo ser un maravilloso peludo con voz de Jorge Negrete. “Quihubo, quihubo, quihubo…”.
Madre, paso de miel, pedazo de bolillo con mantequilla rosa en medio del pecho en un palco, en el cuerpo de una oyente hermosa como los Jardines de Santa Rosa.
Mamá, quién nos lo iba a decir que íbamos a ser tan amigas en la vía de extinción. En la noche, cuando te hablo y vienes a mí con tu pulcro camisón blanco, todos los huertos alrededor de las minas envuelven tu figura, me ves muriéndome, te veo muerta y afuera empieza a amanecer.
Pasa una ambulancia de la Cruz Roja, chillando la sirena como changuito de selva; yo quisiera volver a tocar la tela de tu vestido de noche que huele al helit, te digo que tengo miedo, no es porque haya sido 10 de mayo ni porque ya no te compré tu blusa blanca y negra de florecitas, de viejita; me pongo a pensar, esa mujer, directamente salida de la tumba ochenteando, cómo pudo ser la muchacha de la película de la última misa celebrada en Guanajuato, frente al Mercado Hidalgo, que camina vestida de blanco junto al hombre más hermoso de la Tierra, según su pobre hija, que soy yo, y despejan las filas de los indígenas puros, vestidos de manta, ahora sí que de cabeza de indio; ríen mucho también mi padre, de frac, mi madre no porque yo no me acuerdo haberla visto reír nunca. Si Dios me hubiera dado un hombre así, no estaría contándoles tantas tonterías de niña despojada que todavía no nacía.
Dónde están todas esas películas, sus trajes de novios, la mañana revolucionaria que habría olido a pólvora, diría el gran Octavio Paz.
¿Acaso yo dentro de mi madre, y arrodillada como el niño de Neruda, contemplaba el maravilloso paisaje de provincia que también me fue arrebatado?
Escritora y periodista
