Los recuerdos en medio del tifón
Retobo a la desesperanza, puesto que amo tanto la vida. Simplemente, volver los ojos a las joyas que he recogido en el camino, como el perrito de barro color verde bandera soportando sobre sus cuatro patas a otro, pero más pequeño, de color rosa mexicano y éste, a su vez, no más recién nacido, blanco como la nieve.
Hay junto una charolita de plata, con su manzana sensual de ónix, y un portarretrato viejo y descompuesto para colgarse al cuello en el exceso de quien ha perdido todo.
La maceta del mercado de Guanajuato plagada de siemprevivas que no morirán ante mis ojos, las únicas, pues casi todas mis amigas que yo titulé para siempre se fueron… una, idealmente enamorada de un político, digno de un personaje noble de novela húngara (cuando fuimos a Hungría, una aventura de perfecciones casi inimaginables y de miradas penetrantes, ilusorias a mis ojos, otra parte recatados, entonces matrimoniada).
El soldado haciendo guardia delante de los signos comunistas, vestido de soldado con palmito de conde que recibe a tomar el té en su casa de cortinas de terciopelo.
Yo amé mucho a ese entonces acompañándome, maridito —como diría el doctor Luis Guillermo Ibarra—, pero la bruja de las historietas le arrancó un brazo y se lo llevó.
Una especie de chalina de tranquilidad me invade por alegría de vivir, como salvamento que me viene siempre (ha de ser José Carlos Becerra, su risa joven de mañana, anciana de noche, su dulce amor de amigo adolescente, tropical, hablándome en confianza, tragando letras como de Villahermosa y comiendo agradablemente mis pobres viandas con deleite y la prueba
Eran sus barbas nevadas con los macarrones de mi nana.
Creo que mezclar parrafadas literarias con el periodismo semanal para algunos ha de ser pecado mortal, pero quien lee cuatro periódicos como penitencia al día sabe del estremecimiento que causan noticias tras revelaciones, y si se ve la televisión para airearse un poco es peor, porque son de carne y hueso y a todo color.
Si no tuviera a mis dos perritos, que nadie quería en el mundo y vivieron metidos en un cuarto sin luz ni aire, mal comidos y diariamente apaleados hasta que fueron por ellos y los rescataron para entregármelos a mí, a mi bosque de la China, con una jacaranda que estaba despidiéndose de la vida y nosotros no lo sabíamos.
Son mis hijos legítimos… una chow chow con la lengua negra, negra, que es un pomo de cajeta de Celaya, llamada Tía Clo y un chiquito feúcho, disfrazado de fino con la cola cortada, eternamente sucio con su pelaje grisáceo. Los adoro. Ella mira con tal dulzura humana, él como un cirquero chino enamorado.
Ellos y las novelas que leí, porque tenía ojos, años y a Dios, quizá a Riqui Parra; Teresa, mi hermana; la memoria desde la casa donde nací, frente al Teatro Juárez, hasta nuestros paseos en polaco con nuestro amado Edmundo Osmazy por los centros más históricos de Varsovia, el helado incomparable en una plaza de Florencia, la copa frente a Central Park, el “buchito” en Santiago de Chile, las ostras en las últimas cuadras de Broadway, las películas viejas por los barrios de París con Sergio Pitol; Lima con Ricardo Garibay y Buenos Aires con Froylán López Narváez.
Vivimos el tifón, el de los mundos y el propio, como si ya se fuera a acabar el teatrito, nosotros que creíamos nos faltaba tanto por vivir, y ya ven cómo se han ido al otro lado los nuestros y los nuestrísimos, ya nada es igual, así es, mas nosotros seguimos enterándonos de los finales y riéndonos por los rincones porque creemos que es una guasa todo.
Al tiempo, dice mi colega, y yo me abrazo de mis perritos y en la noche les hablo a mis padres y a mis hermanos para que me ayuden a aguantar, así como también a Eduardo, a Héctor, a José Carlos y a Xavier de mi corazón.
