La casa Winchester hecha como para Borges

El tiempo ya no es soportable, no me refiero a las ventiscas o las sequías, sino a la conducta de los humanos, cada vez más agresivos y con las manos apretadas (son los puños como las caritas contraídas de los niños retratados viendo a la cámara que temen)

Cuando éramos niños sin televisión, los malos tratos, las golpizas, los asesinatos se ocultaban para que el escándalo no creciera… eso era antes, cuando en contrapunto el “qué dirán” era la vara de medir —vara de membrillo—. Vemos aterrados diariamente pilas de muertos por todos lados. El reino de la crueldad. Miro pasar a perros muertos de hambre ante mí con las manos vacías y que no puedo ni agacharme a acariciarlos (me duele todo, me duele el amor). Veo a madres dándoles de golpazos a sus hijos agarrados de un brazo… el niño nada más se inclina llorando a gritos y la gente mira como si esa madre tuviera el derecho de maltratar a su muchachito… Oíamos el clamor y sollozos al través de los muros enclenques de nuestro departamento de pareja joven pobretona. Se caían muebles o personas, se rompían cristales, era un infierno interminable. A la mañana siguiente, camino del mercado, iba delante de mí una mujer flaca, como de los Trump, rubia, mal vestida, chancleando, embarazada, con dos niñitos en las manos y atrás otros tres en similares fachas de pobreza y descuido. Por esas criaturas, la gringa —así le decían en el barrio— aguantaba las zacapelas nocturnas dentro de su guarida: Una recámara, baño y cocina. La imaginación volaba porque ya sabía que apenas oscureciera empezaría el horror entre los gritos desaforados del macho mexica y la paupérrima víctima, nadie sabía por qué… Huir, denunciarlo, pedir ayuda, nada de eso, ahí iba con su cargamento desdichado a comprar algo para darles de comer. Pero si de eso leemos todos los días. Nosotros no nos metemos. Cada quien. Si esa mujer era capaz que exhibir su rostro amoratado y los de los pequeños, algo muy grave estaba pasando.

Y el dolor animal. Otro calvario de seres mudos a los cuales se les puede quitar la vida a garrotazos y arrastrarlos de una pata a la calle. Los animales de los circos ahora conocen el mundo de los humanos y les ha de parecer peor, porque tras sus rejas eternas comían de vez en cuando, a pesar de los cinturonazos, chicotazos, tubazos, hasta acabar con sus esqueletos que hoy exhiben en los campos; o como el rinoceronte que se vino caminando desde el norte de la República echado a su suerte, se ignora por quién, y sin hacer daño a nadie, más allá de comerse algunas legumbres o animalitos en el camino.

Cuando tenía a mi cargo el Bosque de Chapultepec, me enteré del caso de otro rinoceronte idéntico al que describo. Tenía un año de merodear por las afueras de las ciudades norteñas, aterrorizando a algunos y siendo adorado por los niños. Nada más que yo tenía junto a mí a Marielena Hoyo Bastién, hija de la Nena Bastién, muy amiguita de nosotros los chamacos y adoradora de los animales como todos. Yo extraño los rebuznos de los burros que bajaban del cerro cargados de madera o costales. Sus rebuznos al amanecer eran para darle gracias a Dios; luego, bajo la lluvia de fuetazos de los arrieros, eran de sufrimiento, de avisar su esclavitud. Muchas veces salí en camisón y descalza a pedirles piedad a esos monstruos para dejar de desgarrarles la piel a los burritos, que son los animales que más amo después de los perros. Yo era la niña loca de La Presa, pero guardo las miradas de los asnos en el tesoro de mi corazón, por cierto, ya muy deshabitado.

      Todo esto es para hablar de una felicidad que también me habita: Cambiando de tema doloroso, les cuento que yo sí conozco la casa Winchester, así llamada por haberla construido en sus principios el muy rico inventor del rifle, Winchester, que mucho ayudó en la Primera Guerra Mundial porque era de percusión —cualquier cosa que esto quiera decir—y por ello le costó la vida a miles de soldados. Sarah, la viuda, quien perdió, un poco antes que a su amado marido, a su hijita recién nacida, se hundió en una depresión de ésas que luego te platico y que yo me sé muy bien. La señora Winchester era una muchacha bajita, encantadora, muy femenina y construyó su mansión a su mero gusto: La camita, la mesita, la escalera de huellas y peraltes pequeños como el barandal. Los caballos eran pony, las vajillas, las ventanas. Hubo un cuarto que abrí por equivocación y encontré unas veinte vidrieras Tiffany, ¡Dios mío!, eran una absoluta belleza y estaban guardadas esperando que a su vez los vanos de las ventanas en construcción lo permitieran. Las escaleras innúmeras iban a dar a ningún lado, había una enormísima cantidad de cuartos, salones, baños, instrumentos musicales carísimos, pinturas de quitar la respiración, ¡algo nunca visto!

Y es que en la desolación, la señora Sarah consultó a una espiritista para ver si podía aminorar el dolor y, por supuesto, la conciencia del crimen que habían cometido  como dueños de las armas mortíferas.

Sarah supo que debería vivir oyendo los clavos pegados por martillos, esto hasta su muerte.

La casa es asombrosa, enorme, mágica, no sé por qué no ha sido más conocida. Nosotros, mi esposo y yo, asistentes a un congreso literario en San José, California, en la extraordinaria universidad josefina, queríamos hacía mucho tiempo ir a la casa Winchester. Lo logramos. Ahora la reina Helen Mirren hace en cine el papel de Sarah Winchester. Ya la veremos, y si usted va a Los Ángeles, visite esa mansión. No se arrepentirá. Está hecha como para Borges.

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