El mundanal ruido

Vivimos en un mundo ruidoso, el estruendo por antonomasia es como existir adjunta al aeropuerto, a un campo de tiro, a una feria trepidante, etcétera

Los claxonazos, rechinidos, voces maleducadas emitidas sin palabras, es decir, carentes de significado. Vienen los ejemplos memorizados con la experiencia, y para no irnos muy lejos, imaginemos a un muchacho en la esquina del departamento donde usted vive… quien desde las seis de la mañana vocea su periódico una y otra vez hasta mediodía, lleva un ritmo, pero la periodista que se duerme muy tarde reciente las desmañanadas… Sabe que es imposible pedirle al voceadorcito que cese su alboroto tan lleno de joven arrebato. El siguiente desaguisado lo provocó una ilustre inquilina centroamericana, la cual caminó sobre mi techo, encima de mi pobre cabeza, más de un año. En no sé cuántos meses me enloqueció, ella y las canicas echadas a rodar. Lo más espeluznante fue la inclusión de su exceso de odio a las migas de la cama, supongo, después de comer campechanas. El caso fue su entusiasmante ondeo de cobijas, sábanas, y cuanto hay, por la ventana superior a la mía… si no te desmañanaba el grito de “¡Ovaciones!” y el jarabe tapatío redoblado, la ropa blanca —es un decir— colmaba tu dizque serenidad, el ruido trepanándome con el azote a mis cristales.

Soy alérgica a la boruca, a lo atronante, a lo que rechina, cruje, pita, a las maldiciones en voz alta, a los silbatos, a la música a todo volumen arrebatándome la figura y la paz. Los mercaderes que compran tambores y colchones viejos me sacan de mis casillas, solamente al hombre anunciador lastimoso de ¡se componen persianas, por amor de Dios! le doy trabajo apasionadamente. Por fin, me cambié de casa y fui a dar a Santa María la Ribera. El primer espanto fue cuando la fábrica de quesos sita en la esquina detenía sus camiones para recibir los productos que traían empleados empujando carretillas. Cada queso madrugador era un campanazo. A continuación, un abuelo rimbombante dedicose a tocar al amanecer la bocina del carro a la puerta de la casa del nieto. Después, me di cuenta que enfrente de mi casita había un negocio de fibrar, raspar cristales de automotores… El chirrido de 24 horas hizo el milagro de mi retorno al sicoanálisis con Fernando Césarman. Ya empezaba a aliviar mis paranoias maniáticas, cuando apareció la posibilidad de la fundación de una imprenta… Era cuestión de vida o muerte…

Me negué, como vecina-ciudadana, al pronóstico reservado. Para no hacernos bolas, lo efectivo para mi huida, el abandono de la casa más hermosa que he tenido en toda mi vida en la calle de Sabino, fue la evidencia auditiva total, irreductible de la vibración de la zona fabril a una cuadra de mi casa. Todos los refrescos del mundo eran elaborados con estridencia y allí se llenaban, taponaban, etiquetaban, embodegaban, etcétera. Una vez llamé a la fábrica  porque era 15 de septiembre y yo quería oir el Grito, no el rugidote. Bajaba un poco la ignominia del retumbo, mas yo tenía que escapar a casa de mi hermana.

En San Miguel Chapultepec al fin he encontrado la felicidad del vacío, mis vecinos son perfectos: Unos rezan, estudian, meditan, otra es cardióloga retirada, absolutamente silencia, tiene una mansión con un jardín bien educado, un pino y muchas macetas. La doctora está en mis oraciones para que Dios le conserve la vida. Lo que sucede es el deterioro de mi colonia, ayer casi campestre, allá en los tiempos de Alberto Isaac y Lucero, cuando veníamos a General Zuazua a comer, platicar y bailar (¡éramos tan jóvenes!), que amenaza con extinguirse bajo el peso y el gasto desmesurado de los edificios de departamentos… El ruido empieza a ser notorio, aunque aún no lo horrorizo. Es mi pequeña reflexión ante la desmesura de los acontecimientos, los signos ruidosos ya revelan tambores de guerra…

El terreno de junto, malbaratado por mi vecina y pretendiendo talarle dos árboles primigenios centenarios y de paso la gran rama de mi jacaranca, la luz de mi vida, porque en 1900 se le ocurrió crecer hacia el sol cuando todo esto era un enorme huerto de la residencia de unas alemanas enamoradas, como yo, de las plantas y los frutos de la tierra mexicana. Pero a los comerciantes de terreno les importan un comino los soles y la belleza. Ellos pretenden construir pocilguitas tamaño casa-de-perro, cuchitriles mínimos con tal de ganar dinero. Que una señora de edad viva sus últimos años escribiendo mientras mira la arboleda y le da gracias a Dios de ser tan feliz… No heredé nada, la delegación lo sabe, dueña de la casa a punto de devaluarse brutalmente. Mi casa será la penumbra. Y quién me dice que los agujeros para los pilotes no arrasarán con mi propiedad. ¿Quién me va a defender? Hija de abogado, amiga de muchos como Toño Araujo Urcelay… Tíos, primos, toda la abogacía me alumbra ¿y qué? Soy pobre y no tengo para pagar a un abogadazo. Entonces, mi piel se pudre, mi pata se enchueca más, mis dientes se hacen bola como en un sueño… Dan ganas de morirse, pero alzo la vista y veo la lluvia azul plumbago de mi jacaranda… como si me hablara… Dejo a Dios ser Dios.

Escritora y periodista

marialuisachinamendoza@yahoo.es

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