De las oquedades y las letras
Últimamente la oquedad me visita como en las depresiones y sus principios, es algo invisible que duele, un pensamiento férreo en la blandura de la carne, sube y no baja, se mete entre las sábanas cuando quieres dormir, y pienso en los alcohólicos porque dan ganas de beber, hasta de reintegrarse a la fatiga de fumar como antes de que me muriera por cuarta vez (¡y sobre el mar!).
Son las letras, no de cobro ni vencidas, sino ésas, mi destino, mi karma y como la presencia de mi perro: “Mi dicha de vivir”.
Las letras de la literatura, lo escogido por mí en las consecutivas enfermedades infantiles, cuando mis primos se bañaban en el tanque o trepaban la ampona magnolia perfumadora de las enaguas y los pantalones al bajar a tierra resbalándonos por el poste de junto… y yo en cama con tifoidea, tosferina, varicela y cuanto hay… La oquedad llevándome a la lectura frenética, la aún gozada y sufrida, sin método para presumir, devoradora. Por eso la literatura me tatuó tal esclava de ella nada más… allí ando en las librerías comprando libros sin fama ni esnobismo, pero que llenarán mis medios días cuando me siento, liberada de escribir mi ganadería de la hogaza, a leer mis libros de la mesita donde están las macetas, la copa, las pepas y las habas y mis lentes esperándome a las 2:30 de la tarde.
La oquedad me la produce el abandono y la inseguridad o si me dejan de querer. Esta vez fue tan pesada u horadadora porque tocó una fibra muy especial mía, sobre todo ahora en la debacle de los periódicos del mundo, para mí siendo periodista desde el medievo… Me dijo quien quiero lo ya elaborado en mi conciencia por mí: Que debo escribir sobre el horror encima de nosotros, los humanos, como una nube negra: La devaluación, el desportillamiento de la izquierda verdadera, el fin de la utopía de los partidos ideales, el mío, el tuyo, el rompimiento del orden universal. Mientras yo escribo intimistamente de la comida, las vacas en la carretera, de mis amigos amados e importantes, del trasatlántico y lo que más me gustó en el viaje: El silencio… Las olas no se oyen, el agua se abre herida y acostumbrada (¡Oh, Moby Dick!), los viajeros parecen deslizarse en patines, la comida colma y yo di bocados raros en honor de Carmen Parra, mi cocinera genial. ¿Debo olvidar mi estilo de periodismo de cincuenta años para inaugurar el rotundo especializado e irreverente de la política? También sé hacerlo, claro, pero siempre he cedido ese lugar a los que saben (Garfias, Melgar, Galarza, F. Zapata en la tele, etcétera), creo me es posible escribir de todo si lo estudio, menos, me temo, del dinero, esa humareda escapándose de mi comprensión, aun en mi propia economía… Soy ordenada como buena pobre, pero la economía en sí se me escapa. Estoy en el papel de viuda vendiendo mis cuadros maravillosos, dos gironellas, un Coronel, un Nahúm Zenil; son mis bienes, no me queda de otra; después de todo, no tengo hijos, entonces lo juntado a lo largo de mi vida, las pinturas obsequiadas por los grandísimos del arte de México, siquiera que de algo comestible me sirvan… me despido de ellas llorando claro está, nadie ha tenido mi cuarteto de Gironellas junto, gozable día a día, pero estando las cosas como están, y en la imposibilidad de irme a trabajar marcando tarjeta a las 8 en punto, soy un ser privilegiado con la pinacoteca alcanzada. Mis muros han sido siempre una fiesta, pero mi subsistencia una comedia de enredos. En verdad el periodismo me ha salado, por él tuve mi primer departamentito, me casé, viajé, me curé de múltiples males, me vestí y comí. Hoy es el tiempo de las vacas flacas, de los perros hambrientos, pues a grandes males grandes remedios, por eso mi casi hijo Emiliano Gironella se encarga de mi manutención vendiendo los frutos de mi trabajo.
Me urge que mi barco atraque en una costa donde pueda ver crecer la hierba, volar aquella paloma, quizá oír el tronido constante de las olas y no solamente verlas convertidas en encaje de cortina, en falda de organdí. Necesito recuperar la vida tal cual, la nuestra, informe si quiérase, como una cuerda de saltar, boba, final. No hacer en ella nada más allá de pequeñas sumas y restas, pagos y tristezas, esperar los premios de cine, de televisión, mirar para mí misma la ropa de las actrices, quienes también envejecen, no es posible y sí, sentir aleteos de mariposas al mirar de nuevo la cara y la prestancia del actor quien envejece igualmente. Saber del sueño insistente a toda hora, como un reposo necesario o adelantado, y bajar ya a tierra firme.
