Cuando éramos ricos, todos petroleros

Cuando éramos chicos nos sentíamos de veras seres bendecidos con la fortuna, porque así nos habían educado: “El petróleo es nuestro”. En el pizarrón, si dibujábamos la República Mexicana siempre era en forma de cono de la riqueza, y así veíamos los campos florecidos del Bajío.  
 

A mí me encantaba ir en el auto de mi papá recorriendo los caminos verdísimos; otros caminos a reventar de tantos árboles que me iban a abrir la boca, los de ese Veracruz de mi infancia, y que estaba escrito por Dios en mi vida al respirar recién casada los ejidos tabacaleros, el aroma que suena como múltiples abanicos meneados por esclavos… y junto, el río donde nos bañábamos a las carcajadas, o las sagradas bestias, vacas y toros mugiendo en el amanecer, dándome los primeros grandes sustos de los animales y mi esposo calmándome y hasta La China (así le llamaban coincidentemente a mi increíblemente hermosa suegra) entraba al cuarto riendo y los tres sentados en la cama nupcial de ella, cedida por su bondad a su hijo y a su nuera, nos lanzábamos a escoger ir al río primero o a desayunar. El petróleo es nuestro.

El viaje por carretera se volvía una constatación del petróleo, nuestro bien; en mi imaginación recuerdo el arroyo al que entramos de la carretera, todo negro y brillante del oil, al que se afianzan los gringos, y a la izquierda la imponente refinería plateada, sonora, con sus lumbres bailoteando y un tronido continuo, de planisferio vivo.

Como un dinosaurio parido y cazado con sus hijos detrás de las rejas. Humo. La potencialidad de la instalación nos llama desde lejos y nos llena de orgullo, de día o de noche el petróleo les habla a sus hijos, que somos nosotros. Se vuelca en las mesas donde visitan los que hacen campaña para ser algo gubernamental (a mí sólo otra mesa colmada de quesos en Brasilia me ha dejado estupefacta). Eso es la abundancia, y así se mostró otra, aquélla en Celaya… nunca pensé en la bondad de Dios textual en los frutos de la tierra y la sinfonía del mundo animal adornando los trigos, los huauzontles, las alcachofas, los ajonjolíes, los garbanzos, los ejotes, los nopales, y así yo de pie (tenía piernas entonces), de veras asorpresada porque había más que el petróleo que era nuestro.

—Papá, ¿de qué está llena la bola en Celaya?

— De cajeta, hijita.

Pasaron los años y conocí a Jorge Díaz Serrano. Nos quisimos mucho porque nos entendíamos sin palabras. Con él estuve en campaña en Sonora, cuando los suyos le dieron el bastón de mando, pues Jorge era ópata.  Así ha de haber sido Moctezuma II, nuestro emperador que nos hizo ricos antes de oír la dulce palabra Cantarell. Y Jorge midiendo el incendio del agua petrolera y contándonoslo a Enrique Mendoza y a Elvia, su mujer, (esa noche vimos pasar el satélite desde un balcón del hotel en San Carlos con todo y su mar). Mas los tiempos cambian, vemos un México tan distinto que para los viejos mexicanos empieza a sernos difícilmente leves signos planetarios, digo, como cuando se viaja mucho y se duerme en camas diferentes y en cuartos absurdamente al revés del propio, al grado ya no de desconocer dónde se está, sino de encaminarse a un cuarto de baño inexistente, y yo por lo menos llevarme un susto de ¡aúpa! Por eso entiendo, no de la textual entendedera, sino sólo comprender entre sombras, las maravillosas ideas del maravilloso Stephen Hawking (uno de los hombres más amados de mi corazón que solamente se mueve con la admiración…todavía más que el amor).

Y yo camino de recámara a estudio, de jardín  a amontonadero de libros que fungen de biblioteca, quejándome de mi pobre humanidad, cómo le daba lata a mi hermanito el doctor porque “¡me dolía el pelo!”: Ésas son las grandes lecciones del creador para nosotros los quejetas que quedamos en la tierra… Beatriz Reyes Nevares dice: “Cuando no me duele la pierna me duele la oreja…”.

Por eso, porque se muere Stephen, porque ya no podemos ver la televisión sin un empalagamiento de violencia, pero no nada más en series y películas, en los noticieros es intolerable la matanza, la falta de respeto, la delincuencia y ahora, para acabarla de amolar, los cortos propagandísticos de política con el invento masivo de musicales… o es un niño disfrazado de indígena alebrestado tocando una guitarrita o una atroz, como le diría Margarita Michelena. ¡Ah! Que no se me olvide rogar a los meros meros de la televisión que instruyan a sus animadores sobre lo que es un evento, cualquier cosa banal, menos una catástrofe, un tifón, etcétera.

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