Techo mío y piso suyo

Dos hombres del pasado saltan a mi cabeza al sentarme frente a la computadora a escribir mi columna... dos rostros aparecen ante mí al sentarme a escribir mi semana dulcemente atroz, recamada de achaques y de recuerdos, mi eterna saudade con la que subsisto en el tedio de observarme si ya me siento mejor: Salvador Novo y Rafael Solana 

Era mi etapa de excursionista y descubridora del teatro, del cual me iba a enamorar para siempre… cada vez que me aposentaba en mi butaca, quería que fuera por la eternidad: El aroma de la pintura y la cola, el aire del telón o de las piernas bajando, subiendo, entrando, haciéndose a un lado, toda la mecánica teatral al día estilo Manolo Fábregas (el hombre de teatro más adelantado en la escena mexicana, una de las columnas sustentadoras del dicho teatro junto a Julio Prieto como escenógrafo).

Desgraciadamente, la vida pasa y se empeña en  cumplir lo que está escrito desde el día del nacimiento… Es decir, que este venirse abajo de mi humanidad enferma estuvo determinado hace un largo tiempo con mi mamá en la cama pariéndome enfrente del Teatro Juárez de Guanajuato y sus estatuas en el techo que inmediatamente se volvieron mis nanas.

Para esto ya habían nacido Salvador Novo en el norte de la patria y Rafael Solana en el mero Veracruz.  Ambos iban a ser supernovas en el cielo escénico.

Novo, extraordinario físicamente, alto, delgado, pulcro a morir, elegantísimo, y bien buzo para capturar lo mejor de las tablas del mundo.

Era la cúspide en su tiempo de quienes se dedicaban a esto de la actuación, del columpio de los telones, del buen hablar y bien moverse y conmover a un público ávido de la cultura del director.

Al terminar las funciones de su teatro, el maestro Novo invitaba a sus íntimos a cenar a su mesa privilegiada de manjares únicos, la gran sociedad de entonces presumía las invitaciones del maestro como lo hacía con las tarjetas navideñas y el poema regalado adentro.

Novo era un gran señor. Viajaba en su auto con chofer particular y las rodillas cubiertas con un poncho elegantísimo. A mí me llevó varias veces a su lado en su auto y lo observaba con sus manos no llenas, pero sí, por lo menos, cuatro anillos en los dedos finísimos, manos quedas, tranquilas, laxas.

El maestro vivía con su madre y una casa llena de flores, e iba a las fiestas de sus amigos cercanos no con asiduidad, pero sí con fidelidad —así lo dicen las crónicas escritas por él—. Me gustaba Novo por bien educado, culto y de un señorío ya en vías en aquel entonces de extinción.

Rafael Solana vivía arriba de mi departamento en el Paseo de la Reforma. Su casa era amplia, ocupaba toda la azotea, asoleada y plagada de sobrinitos que jugaban en patines en el techo de mi recámara.

Yo lo amaba porque me recordaba a mi familia provinciana (solamente él, Salvador Allende y el candidato Meade son tan provincianos como mis tíos a los que me refiero).

Siempre bien vestido e impecable —tal se usaba antes—, Rafael me invitó a acompañarlo a asistir a una representación de Hamlet de Shakespeare en Nueva York, con Richard Burton… Fue maravilloso, yo me sentía en las nubes, tanto, que me distraía del placer de ver a Burton en pantalón y suéter negros, actuar con su vozarrón al desdichado príncipe dinamarqués.

Rafael era un cesto de naranjas encima de un mueble brillante en el comedor. Era el gran señor que invitaba a los mejores señores de paso por la capital y se daba el lujo de retirarse a dormir al término de la cena porque al día siguiente debía muchos trabajos en la Secretaría de Cultura con Torres Bodet.

En Debiera haber obispas, Rafael se consagró como dramaturgo y tal novelista en El sol de octubre, llegaba a comer a nuestra casa, de Edmundo Domínguez Aragonés y mía, y la tarde se hacía cocinera en la plática y las anécdotas.

Los quise mucho, a Novo por ser mi maestro de teatro y a Rafael, mi compañero de techo mío y piso suyo.

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