Invierno e infierno y yo recordando

“¿Cuánto apuestas a decirme un personaje del cine de nuestra infancia en un dos por tres?”, le pregunto a mi perrita Clotilde que, con sus ojos de tragedia viuderil, me responde inmediatamente: ¡El juez Hardy!... abuelo de… insisto… ¡de Mickey Rooney

Me encanta haber educado a mis animales a mi propio estilo, si tuviera hijos también lo haría, por ejemplo, los largos alegatos con ella y con Francisco Mendoza Albarrán acerca de los colegios a donde los habría mandado a estudiar al estilo cinematográfico, tema inagotable entre los tres, ya que vivimos solos como sarnosos de la calle… hablarían un inglés británico y me mantendrían al llegar a la edad correspondiente a la hoy vivida por su servidora. Mas su hermano, el perspicaz Francisco (Federico era su segundo nombre, en honor de un perro genial y celebérrimo en Guanajuato, de mi primo hermano Enrique Romero Iladez), animal dotado del don del amor de todos y quien tenía una novia perruna en Tepetapa; al panteón… se iba en el autobús municipal, que le avisaba a su paso por Ganaditas donde vivía el pencacho… nos amábamos tanto, que cuando murió jovencísimo Enrique, el perrito lo lloró —literal—toda la noche debajo de la caja funeraria, y al llevarse el cuerpo en  hombros los amigos de Enrique hasta su tumba, el perrito iba mero adelante a pata, claro (como Charles Chaplin en un film maravilloso)… Pero contaba que Federico II, con tal de no quedarse debajo de su hermana Petronia (que así se llama también), gritó ¡Deanna Durbin! (sólo el nombre de la artista, no el personaje que recorrió el mundo manejando una bicicleta y cantando a  todo pulmón —¿qué pasaría con Diana? ni a nanita de Shirley Temple llegó—, perdón, pero no sé manejar el diccionario de la computadora), ¿y qué tal Gregory Peck en Matar a un ruiseñor?...

Bueno, esta entrada fue para darle un poco de sabor al caldo de lata, ahora que hemos disfrutado de un airecillo fresco en el infierno helado que vivimos (ya saben, empezando por el lurias Trump hasta ya sabes quién).

Esperamos un año entero la fiesta de “los Oscares” y si bien aplaudimos al final ocho patitas de perros y las dos mías de pecadora en silla de ruedas, yo que soy especialista en esa materia del show festivo, me pareció carcomido de aburrimiento, carente de ritmo, sin imaginación ni en los bailables (y miren que los gringos son dioses en eso), y con un animador seco tal momia o acartonado miembro de la derecha. Claro que para nosotros los mexicas fue genial por el triunfo del genial —sin exageración— Del Toro y sus amorosidades que no callan. Claro que ustedes dirán que me volví loca, a mi vez, de amor por el monstruo acuático, que es en verdad el protagonista, y pues sí, confiésolo padre, me encantaría abrazarme al monstruote y acariciar lentamente su espalda de escultura de Vicente Rojo y esas manotas para besarte mejor. Pero Dios no endereza mi joroba…

No me siento inclinada a mirar el filme Coco, las exageraciones mexicanistas en ciertos aspectos me lastiman, no puedo aceptar los chistes sobre algo que considero carnal, mío, de mi infancia: Las ferias, los cohetes —mis carnales fuegos de artificio lopezvelardianos—, pero todo a lo que juega el niño Del Toro me es tan familiar, como las corretizas en la azotea de la casa de mis primos, jugándonos la vida en la plena avenida de La Presa, fingiendo que subíamos al Everest, calzados con las botas de mi tío Cosme, los pantalones de mezclilla que no usaba, los sarakofs pepenados en los cuartos de trebejos de mi adorada tía abuela Lelita, y cinturones, guantes, bufandas, mochilas, en fin, cuanta cosa inservible encontrábamos era ideal para el descubrimiento que íbamos a ofrecer al mundo. Las aventuras de los libros para niños —hombrecitos, claro— me encantaron. Siempre soñé con el sonido de la selva, el silencio de las nieves, el rugido de los mares y el terror que le tuve a los pulpos, todo irracional, como el miedo en aquellos años de tobilleras a la lepra, cómo iban regando por todos lados —según la imaginación e ignorancia—: narices, dedos y orejas… o tal vez a esa hipnótica realidad cuando vi por primera vez a las momias de los museos europeos, muy vendaditas dentro de sus féretros, me quedé allí helada y absorta, hasta que los empleados del British me sacaron a empujones (nosotros venimos de la Independencia, del catolicismo, de las conspiraciones y del momierío, entonces una momia en Londres vista por una momia guanajuatense, con su venia, es mi mero mole. Ése por el que los muchachos imaginativos de antes, los estridentistas, decían: “¡Viva el mole de guajolote!”.

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