Las escritoras mexicanas sí nos hallamos

Los mexicanos decimos que “nos hallamos”, mas no porque nos hubiésemos perdido en una esquina, sino porque algo nos gustó al grado de renunciar a cualquier otra búsqueda y porque ésa es nuestra santa voluntad. Me acuerdo de un pintor que contraté para blanquear toda mi casa, pero tuve que ir de viaje a mi tierra (¿pues a dónde más?) y a la semana del regreso me lo encontré parado en la puerta de entrada con la cara relumbrando de limpia.

“¿Y?”, le pregunté. A lo que rehusó con un orgullo que no he vuelto a ver en ningún obrero mundial, “¡ya terminé, doña Chanata!” —así, con puras a…

Desde abajo vi cómo espejeaba amarillo Congo la escalera, luego mi recámara refulgía verdaderamente de azul tormenta del Greco, cada cuarto era un muestrario de buena mano en colores, que no son los míos por la profusión de cuadros que poseo y contemplo todo el santo día…

“¡Pero si yo le dije que blanco-blanco!”… “sí”, me dijo mi cuate, “pero usted ya sabe que con todo blanco yo no me hallo”.

Yo creo que lo mismo pasa en las relaciones ocasionales o no; por ejemplo, con el médico y el paciente… deben ser pareja, es decir, comprenderse, respetarse, confiar el uno en el otro.

Vengo de una familia de médicos y abogados, los primeros bajan desde mi abuelo y se diseminan desde mi hermano (el Códice Mendocino) hasta primos, sobrinos, padrinos, confesores y cuanto hay dónde depositar la fe, la confianza.

El héroe del conjunto fue mi tío Enrique Romero Ceballos, doctor por antonomasia y personaje mío de una ignorada novela, en la cual lo van a enterrar a Tepetapa, panteón, y era tan amado por ricos y pobres, miserables y/o clase media, que van saliendo de cantinas, bebederos, hoteles, salones de fiestas, cuartos para acoger gente sin casa y un montón de animales que él también quería mucho.

Claro que hay influencia de El gran Burundún-Burundá de Zalamea, en donde aparece en uno de los relatos magníficos el caballo del tirano muerto, nobilísimo y sufrido corcel que no cesa de  relinchar porque no le cabía la alegría en el cuerpo...

Hay una plaza en el centro de Guanajuato que lleva su nombre… ¡hágame usted el favor de darme crédito de conocimientos sobre doctor y paciente, sobre todo ahora en que me paso la vida y agoto mi caudal ridículo en honorarios y medicinas!

Siguen en la lista somera de mis recuerdos, primero, el doctor Ernesto Gutiérrez (Gutierritos), compañero en la facultad de mi tío Enrique… el doctor Fernando Ortiz Monasterio, los oculistas Ávila Romero y Erón Manrique, el doctor Luis Guillermo Ibarra y su hijo Clemente. El doctor Corzo, de los ojos, y el doctor Isaac, de los dientes.

Y creo que aquí le paro porque la lista es interminable y yo sigo caminando como Chencha.

Dice Carmen Parra que me estoy desbaratando, pero el asunto era la gran amistad respetable que he logrado con todos, incluyendo los de mi sangre que, por lo general, es con quienes más mal se lleva uno.

Y quiero añadir, antes de lograr el descanso después de este ascenso al Everest, que acabo de leer un cuento maravilloso (de maravillas), escrito por la gran novelista Beatriz Espejo, quien merece todititos los premios que se reparten en una sola mano, como si aquí, en el México del crimen y los puentes para los holgazanes, no hubiera señoras de la pluma.

El texto arrebatador se llama En un rincón de la memoria y lo publica la revista de la Universidad, la cual se cubre de gloria reconociendo a las mujeres que escriben “aunque sean oriundas de estos lares…”.

(Me quedan en los dedos Ángeles Mastretta, Carmen Boullosa, Marcela del Río, etcétera).

Hay una plaza porque “no le cabía la alegría en el cuerpo”.

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