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Ante el cadáver de la política social

Manuel Gómez Granados

Manuel Gómez Granados

Como cada año por estas fechas, el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) publicó los datos de los análisis que realizan a partir de la información que recaba y publica el Instituto Nacional de Estadística y Geografía sobre los resultados del combate a la pobreza.

Este año, sin embargo, la publicación de los resultados coincidió con la sacudida que el Coneval sufrió cuando Gonzalo Hernández Licona fue forzado a renunciar en condiciones poco claras y que han provocado, una vez más, una serie de acerbas críticas al gobierno de Andrés Manuel López Obrador por la manera en que actúa, especialmente cuando se trata de órganos autónomos o semiautónomos del gobierno federal, como es el caso de Coneval.

Más allá del chisme que rodea a la caída de Hernández Licona, hay dos hechos incontrovertibles. Uno, la lucha contra la pobreza en México ha fracasado, no hay vuelta de hoja en cuanto a ello y mucho bien nos haría que, más allá de las filias o fobias a la actual administración, se reconociera que, después de los avances que se lograron en la Sedesol entre 2000 y 2005, la política de combate a la pobreza ha sido un fracaso por donde se le vea.

En segundo lugar, para medir el comportamiento de la pobreza y otros procesos asociados a ella, como el progresivo deterioro del salario, se han invertido miles de millones de pesos, tanto para medir el fenómeno como tal, como para, supuestamente, revertirlo, y no se ve algún resultado positivo de ello, como no sea la victoria pírrica de la contención de la pobreza como tal.

Las explicaciones que se pueden dar a estos fenómenos son muchas: errores en el diseño de las políticas, corrupción, así como errores en el diseño de las instituciones responsables del combate a la pobreza. Hay quienes, en el colmo del radicalismo, dicen que el problema de la pobreza no tiene solución o que, si la tiene, no puede ser dada por las instituciones de gobierno.

Cada una de esas explicaciones tienen algo de verdad, pero la realidad es que el fenómeno de la pobreza se hace más complejo en un país como el nuestro que nunca se ha distinguido ni por la imparcialidad o eficacia de sus instituciones (y las políticas que diseñan) ni por la transparencia de su desempeño.

No es que no haya solución a la vista, es que, si somos honestos, la pobreza se convirtió en una fuente de poder y de ingresos.

En lugar de ver a la lucha contra la pobreza como una oportunidad para liberar a las personas de distintas formas de dependencia, se le hizo dependientes del consumo de alimentos de bajo valor nutricional. En lugar de enseñar a las personas pobres a producir sus alimentos, se les dieron tarjetas para que pudieran comprar “alimentos” altos en azúcares y carbohidratos y que, lejos de resolver algo más que el hambre más inmediata, sólo los hicieron rehenes de malos hábitos y consumidores de supermercados.

El actual gobierno ha cometido un número importante de errores y podría estar en ruta de cometer otros, a pesar de ello, deberíamos ahorrarnos el escándalo de defender una política social que nunca lo fue, porque estaba más interesada en el control político y económico de los pobres que en su efectiva promoción y liberación.

Es incierto el futuro del Coneval, como el de muchas otras instituciones autónomas o semiautónomas. No hay claridad acerca de si lo que sobreviva del Coneval será capaz de ofrecer los datos de calidad con los que ahora contamos, pero es un hecho que desde que el Coneval publicó sus primeros estudios, hubo poca o nula disposición de los gobiernos previos a atender lo que decían los estudios.

En ese sentido, es difícil decidir qué es peor, si acabar con una institución a la que no se le hacía caso, o seguir gastando para que se produzcan informes, reportes y análisis a los que nadie en el gobierno les hacía caso.

Ojalá que esta sacudida en el Consejo sirva para que se apueste por estrategias que permitan que las personas de verdad sean capaces de superar la pobreza, y no a perpetuar la pobreza como mecanismo de control electoral y de saqueo de las finanzas públicas, como demuestra la llamada Estafa Maestra.

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