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No es el huachicol… ¡Es Pemex!

Ignacio Anaya

Ignacio Anaya

 

La palabra huachicol es más que la extracción ilícita de gasolinas en los ductos de Petróleos Mexicanos. En realidad, constituye el eufemismo de la podredumbre acumulada durante décadas en la más grande e importante paraestatal mexicana, creada en 1938 por el expresidente Lázaro Cárdenas del Río, en el contexto de la nacionalización de dicha industria.

En esto devino la histórica expropiación. Hace 80 años un presidente decidió rescatar el petróleo de empresas extranjeras; hoy, otro presidente está haciendo lo mismo, pero para rescatarlo del crimen organizado, de una burocracia corrompida y de la cúpula sindical.

¿Qué sucedió a lo largo de este periodo? Que ha sido alto el precio de la expropiación, sobre todo porque permitió el fortalecimiento de un sindicato “revolucionario” que -al paso del tiempo- encontró las condiciones para transformarse en contrapeso de la dirección de dicha paraestatal. La historia refiere cómo el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana fue un importante soporte para la nacionalización del crudo, que supuso a su vez la enajenación de todo tipo de instalaciones: edificios, refinerías, estaciones de distribución, maquinaria, oleoductos y embarcaciones para transportar el crudo.

No obstante, el Estado le endosó un cheque en blanco que a largo plazo pervirtió los propósitos de la expropiación. La riqueza de este recurso dio paso a la corrupción de funcionarios y del mismo aparato estatal, pero particularmente de los líderes sindicales. A partir del usufructo de la riqueza petrolera, el STPRM tiene en su haber dos largos cacicazgos vinculados a la corrupción, al control territorial y a una intensa vida política con representación legislativa: Joaquín Hernández Galicia y Carlos Antonio Romero Deschamps. El primero estuvo al frente del gremio durante 31 años (de 1958 a 1989) y el segundo lleva 25 años en esa posición (de 1993 a la fecha), los últimos de los cuales coinciden con el robo organizado de combustibles.

En cualquier momento la decisión de enfrentar este saqueo se extenderá contra la cúpula del sindicato petrolero. Obligadamente el rescate de Pemex pasa por la purga en esa camarilla gremial. Esto es algo que sabe el presidente Andrés Manuel López Obrador porque en la cruzada contra la corrupción, más allá del STPRM, su gobierno necesitará enfrentar conceptualmente a las estructuras sindicalistas, no solo la petrolera, que al paso de los años se pegaron a la ubre del erario.

El huachicol, que había sido la denominación de una bebida con alcohol, adulterada y poco uso gramatical, desde hace años se convirtió en sinónimo de robo de combustible, pero también de delincuencia organizada, complicidad y corrupción.

Hace unos días el presidente López Obrador dijo que también había huachicol en otros rubros como el inmobiliario y la compra de medicamentos. Sin duda, la decisión de enfrentar esta acción delictiva abrió una Caja de Pandora que no ha dejado de revelar sorpresas y redimensionar el tamaño inicial del iceberg. Si se revisa, la narrativa del plan conjunto del gobierno para combatir el robo de hidrocarburos ha ido cambiando de manera vertiginosa. Desde el pasado 20 de diciembre, cuando inició el operativo con la intervención del sistema de monitoreo y control de los ductos en la paraestatal, la remoción de funcionarios se reflejó en la disminución de fugas, estableciendo una causa-efecto documentada. El 27 de diciembre, el presidente López Obrador lo subrayó en los siguientes términos: “hay la hipótesis de que, de todo el robo, solo el 20 por ciento se da con la ordeña de ductos, que es una especie de pantalla (ya) que la mayor parte tiene que ver con un plan que se opera con la complicidad de autoridades y con una red de distribución”.

Desde entonces ha crecido, como bola de nieve, la evidencia de que el huachicol no se reduce a la movilización de pobladores en parajes solitarios por donde cruzan los ductos ordeñados, sino a la existencia de un complejo mercado paralelo para la venta de gasolinas y también de crudo que definitivamente no pudo haberse ideado sin la complicidad del sindicato. Un saqueo todavía de proporciones indeterminadas, mayor al robo equivalente a 600 pipas diarias de dicho combustible, como inicialmente dimensionó el jefe del Ejecutivo.

La tragedia de Tlahuelilpan, en el Estado de Hidalgo, ocasionada por la explosión de una de esas fugas que quitó la vida a 127 adultos y menores (hasta el cierre de esta edición), así como la movilización de comuneros en apoyo a líderes que distribuyen el producto directamente desde los ductos perforados, la existencia de una red de distribución a través de gasolinerías formalmente establecidas, así como el trasiego de combustible en buques o la existencia de túneles urbanos para perforar ductos como el de la alcaldía de Azcapotzalco, en la Ciudad de México, son apenas atisbos de una hidra que no termina de dimensionarse.

El desabasto de combustible en varios estados, así como la protección de las fuerzas armadas en 58 instalaciones estratégicas y ductos de Pemex, revelan el nivel de podredumbre que la Cuarta Transformación heredó. Ha dicho López Obrador que su administración irá al fondo de esta cloaca; todo indica que lo hará. La gobernabilidad le pone un reto mayor porque no es una guerra convencional. Y apenas lleva dos meses en el cargo.

 

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