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“¿Por quién votaste?”

Fernando Belaunzarán

Fernando Belaunzarán

La descalificación cancela el debate y enrarece el clima político. Eso es lo que hace el actual gobierno y quienes se identifican con éste. Denuncian por reflejo la inmoralidad del que disiente como un hecho indiscutible para que los argumentos sobren. No refutan lo que se dice, agravian al que lo dice. Y, peor aún, lo discriminan desde el poder por sus posiciones políticas, actuales e, incluso, pasadas.

Es una estrategia notoria y hasta exultante, pero se expresó con descarnada crudeza en una  de las mañaneras recientes, cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador contó que, a los ciudadanos que le reclaman la cancelación del aeropuerto de Texcoco, les pregunta “¿por quién votaron?”, para constatar que lo hicieron por la oposición y, una vez aclarado el punto, ya no hay nada más que decir porque eso demuestra su pertenencia al “pensamiento conservador”.

Dejemos a un lado que para el mandatario la construcción de un aeropuerto es asunto ideológico y no técnico, hay un patente desprecio a ciudadanos que sufragaron por opciones distintas a la suya. Eso rompe con un pilar de la democracia porque, si marcar uno u otro emblema conlleva consecuencias personales, en beneficio o perjuicio, ya no se puede hablar de voto libre.

Sintomático de los tiempos que vive el país que tengamos que recordar lo básico: los ciudadanos tienen los mismos derechos y el gobernante tiene la obligación de garantizar su ejercicio.

Discriminar a cualquiera por razones ideológicas viola la Constitución y es sello distintivo de regímenes autoritarios.

No se trató de un desplante excepcional y mal interpretado. En reiteradas ocasiones y de distintas formas, desde Palacio Nacional se ha descalificado a quienes discrepan.

La ya famosa frase de “callaron como momias”, dicha por el Ejecutivo, lo demuestra. El anatema lanzado nos dice que sólo existe una verdad histórica, él es su poseedor y no creer en ella denota degradación moral, al grado de convertir en irrelevante las opiniones discordantes al dicho presidencial, aunque el conocimiento y la evidencia les den la razón.

Es cierto que suele mentir en eso, que muchos de los señalados también realizaron críticas a gobiernos pasados, como resultó evidente con Javier Sicilia y otras víctimas de la violencia que no quiso recibir, pero eso es lo de menos.

Coincidir con el Presidente en su visión de la historia, así como en sus ideas políticas, no puede ser condición para opinar con legitimidad de los asuntos públicos.

De igual manera, aunque hay insignes votantes de Andrés Manuel López Obrador que sostuvieron que la mejor opción era construir el aeropuerto en Texcoco, entre ellos Carlos Urzúa, su exsecretario de Hacienda, y Alfonso Romo, a quien le acaba de encargar el crecimiento del país –si entonces los hubiera escuchado muy probablemente hoy no serían tan pesimistas los pronósticos económicos–, los electores de Ricardo Anaya, José Antonio Meade y El Bronco, lo mismo que quienes anularon su voto o se abstuvieron de votar, tienen tanto derecho a ser tomados en cuenta como los 30 millones que lo hicieron por el actual Presidente.

El tema es que no se quiere gobernar para todos, a pesar de la obligación legal y ética de hacerlo.

La narrativa mesiánica y fundacional del grupo en el poder exige la derrota de los adversarios y que ésta sea recordada en todo momento. Es parte de la centralidad otorgada a la propaganda como instrumento de control político, la cual alerta de la presencia permanente y siempre al asecho de supuestos intereses poderosos y perversos detrás de los “enemigos del cambio”.

Se polariza como estrategia para concentrar el poder y mantenerse en él. Tienen así, una coartada para colonizar instituciones con leales porque establecen un falso dilema maniqueo: se está incondicionalmente con el líder o se es “conservador” y seguro saboteador de la idílica transformación que dicen representar.

Al dinamitar puentes y precarizar el diálogo político, negando legitimidad a opositores e, incluso, a críticos independientes, se renuncia al establecimiento de políticas de Estado para enfrentar problemas, como la falta de crecimiento o violencia desbordada.

Por ganar (todo) el poder, están perdiendo al país.

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