El mundo de lo afectivo: ni cabezas sin corazón ni corazones sin cabeza

Aspiraba a una unidad de vida y razón, una reconciliación de naturaleza y libertad, que ya entonces muchos daban por perdida. Así, pues, cultivar la inteligencia mediante el estudio constituye un pilar clave en la formación de la personalidad humana, y garantía del desarrollo armónico de los afectos.

Nos encontramos inmersos en un momento histórico donde cobra especial relevancia la atención y formación de la afectividad. El vacío existencial, el aburrimiento vital y la superficialidad se han convertido en enemigos para el hombre que desea vivir, ser libre y amar. En una definición general, se entiende la afectividad como el amplio dominio de la mente al que pertenecen los estados: sensación, emoción, sentimiento y estado de ánimo. Y, por su parte, en la psicología, se entiende la afectividad como el “desarrollo de la propensión a querer”.

En este espacio me acotaré a ese profundo sentido de la afectividad vinculado al querer o amar, esa puesta en marcha de los sentimientos para querer, y por tanto a la influencia vital que impacta en nuestros juicios, decisiones y finalmente en nuestra manera de vivir, que implica claramente el papel decisivo de la libertad. Siguiendo las ideas de la doctora Ana Marta González en Formación intelectual y amor al mundo, podemos sumergirnos en los alcances de la afectividad, y dar un primer paso. La afectividad se alimenta de la inteligencia, de ahí lo profundamente humano de los afectos y la necesidad apremiante de atenderlos y educarlos. La formación intelectual está unida a la formación de los afectos, pues persigue dar forma al deseo natural de saber. Devaluar la inteligencia es devaluar al ser humano y, al contrario, fomentarla y sentar las bases para su desarrollo en el curso de la vida, constituye un pilar clave en la formación de la personalidad humana y garantía de su positiva inserción en el mundo.

En este sentido, la formación intelectual tiene un carácter transversal y una proyección universal: está presente en todo lo que hacemos. Ejercitar la inteligencia significa no quedarse en la superficie de los acontecimientos; nos lleva a orientar nuestros esfuerzos con tino y sabiduría, confiriendo de significado a nuestra vida y dotándola de mayor profundidad.

Mientras que la profundidad en el conocimiento desarrolla una afectividad rica, la superficialidad separa a la persona del amor. Los afectos poco profundos, respuesta del mundo sensible y que distan de la guía de la inteligencia serán poco duraderos e incapaces del compromiso de una vida plena, llevando a una vida inmersa en el psicologismo. El psicologismo, me detengo, es un fenómeno ampliado y en el que es fácil caer. Tiene que ver con reducir la experiencia del mundo al impacto psicológico y principalmente emocional. Es reducir la realidad entera al impacto emocional que nos produce.

Dejar la afectividad en este nivel es la reacción de individuos desencantados que no reconocen en el mundo nada humanamente significativo, y de quienes no han cultivado el conocimiento, como forma básica de amor al mundo que es posible en un régimen de libertad. Sirvan aquí las palabras de Hölderlin, poeta romántico alemán, quien decía: “Quien ha pensado lo más profundo ama lo más vivo”. Aspiraba a una unidad de vida y razón, una reconciliación de naturaleza y libertad, que ya entonces muchos daban por perdida. Así, pues, cultivar la inteligencia mediante el estudio constituye un pilar clave en la formación de la personalidad humana, y garantía del desarrollo armónico de los afectos.

Sin embargo, no es éste el único riesgo. Mientras que podemos caer en la superficialidad y el psicologismo que reduce el mundo al impacto emocional, del otro lado podemos caer en la exacerbación de la parte racional. Max Weber cerraba su libro La ética protestante y lel espíritu del capitalismo, describiendo a los modernos como “especialistas sin espíritu, vividores sin corazón”, como tipos humanos en los que la razón se habría convertido en un procedimiento mecánico y formal, desconectado de los deseos más característicamente humanos. Hoy en día la formación intelectual se ofrece desde los currículos de estudio de las escuelas y como entregable natural del ámbito laboral, pero al que habríamos de añadir la formación afectiva.

Cultivando ambas partes podríamos buscar que no se den “ni cabezas sin corazón ni corazones sin cabeza”, como escribió el español Pedro Juan Viladrich. Propiciemos profundidad intelectual y desarrollemos afectividades maduras. Aceptemos la invitación y necesidad profunda que tenemos de ser hombres y mujeres felices que conocen y aman al mundo que les ha tocado vivir.

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