La derecha latinoamericana fracasa
La historia política universal ha demostrado que los proyectos que se sustentan en la exclusión, el odio y la nostalgia autoritaria están condenados a desplomarse. América Latina es hoy escenario de un ciclo que Europa ya vivió: el ascenso momentáneo de fuerzas ...
La historia política universal ha demostrado que los proyectos que se sustentan en la exclusión, el odio y la nostalgia autoritaria están condenados a desplomarse. América Latina es hoy escenario de un ciclo que Europa ya vivió: el ascenso momentáneo de fuerzas conservadoras radicalizadas que, al no comprender la evolución democrática de sus sociedades, terminan derrotadas por el peso de su propia intolerancia.
Jeanine Áñez irrumpió en el poder en Bolivia en 2019 mediante un golpe de Estado, recordando la vieja práctica de las dictaduras europeas de entreguerras: sustituir el mandato popular por la fuerza militar y oligárquica. Su mandato efímero, sostenido en la represión y en un discurso racista contra comunidades indígenas, concluyó con su encarcelamiento. Como en Europa en los años treinta, la autoridad impuesta sin legitimidad democrática no sobrevive al tiempo ni a la memoria de los pueblos.
Jair Bolsonaro gobernó Brasil entre 2019 y 2022 reproduciendo las tácticas discursivas de las extremas derechas europeas: polarización social, exaltación del orden militar y negación de los avances sociales. Como en los experimentos autoritarios de Hungría y Polonia, su retórica fue eficaz para dividir, no para gobernar. Hoy enfrenta procesos judiciales y un aislamiento político que revela la fragilidad de los proyectos fundados en el odio.
Dina Boluarte asumió la presidencia de Perú en 2022 tras la destitución de Pedro Castillo por un golpe de Estado blando. Representó la continuidad de una estructura conservadora que, como muchas en Europa oriental, gobernó sin base popular real. Su recurso fue la represión. Su desenlace, inevitable: destitución y procesos legales. La historia es constante: la legitimidad no puede fabricarse desde las alturas.
Javier Milei encarna el más reciente experimento ultraderechista en América Latina. Su ascenso en Argentina en 2023, acompañado de retórica neoliberal extrema, emuló políticas de austeridad impuestas en Europa tras la crisis de 2008. Su desgaste fue inmediato: inflación sin control, protestas sociales y aislamiento político. Los discursos radicales, divorciados de la realidad social, se derrumban inevitablemente.
La experiencia europea ofrece ejemplos contundentes: Viktor Orbán enfrenta aislamiento dentro de la Unión Europea; Mateusz Morawiecki, en Polonia, perdió el poder tras intentar someter la justicia; en Italia, las coaliciones ultraconservadoras padecen fragilidad política y división interna. Como en América Latina, la ultraderecha se estrella contra sociedades que han avanzado en derechos, diversidad y libertades.
En México, el Partido Acción Nacional ha adoptado el lema Patria, Familia y Libertad, evocando directamente las consignas de corte nacionalista y fascista que se utilizaron en Europa durante el siglo XX para justificar autoritarismos y exclusión social. Bajo esa aparente neutralidad moral se esconde un lenguaje violento, cargado de odio, profundamente excluyente y alejado del pensamiento mayoritario de la sociedad mexicana contemporánea. El país de hoy no es el de hace medio siglo: es diverso, plural, consciente de los derechos conquistados y celoso de sus libertades.
Mientras la ultraderecha intenta imponer símbolos de un pasado que ya no tienen cabida, América Latina avanza. Mujeres ejercen el poder político, los pueblos originarios participan activamente en la toma de decisiones, las comunidades LGTB+ reivindican su lugar con dignidad y las juventudes levantan la voz contra la desigualdad. Los proyectos que pretenden gobernar desde el desprecio a esta realidad social están condenados a la irrelevancia.
Desde una perspectiva constitucional, la legitimidad política no nace del odio, sino del consenso y la protección de derechos fundamentales. La ultraderecha latinoamericana —como la europea— no comprende que la soberanía popular ya no se construye sobre exclusión, sino sobre diversidad y justicia. Ser joven y conservador es abrazar un pasado que no volverá, y que las sociedades libres no permitirán reinstaurar. Como lo demostró Europa, también aquí el odio acaba perdiendo.
