Fox y Zedillo descarrilaron la industria ferrocarrilera

Durante más de un siglo, el ferrocarril fue una de las columnas vertebrales del desarrollo mexicano. No sólo integró al territorio y permitió la movilidad de millones de personas, sino que sostuvo cadenas productivas completas y articuló regiones enteras. Esa historia comenzó a romperse en los años noventa, cuando las decisiones de Ernesto Zedillo y de Vicente Fox, posteriormente, terminaron por descarrilar la industria ferroviaria nacional, en particular el transporte de pasajeros, con consecuencias profundas y duraderas.

Antes de la privatización, Ferrocarriles Nacionales de México operaba una red cercana a los 26 mil kilómetros de vías, con servicios regulares de carga y pasajeros que conectaban prácticamente todo el país. Trenes como El Regiomontano, El Tapatío, El Jarocho o El Purépecha formaban parte de la vida cotidiana. A finales del siglo XX, millones de personas se transportaban anualmente por tren, a bajo costo y con cobertura territorial amplia.

El sexenio de Ernesto Zedillo (1994-2000) marcó el punto de quiebre. Bajo el argumento de la ineficiencia y el déficit financiero, el Estado desincorporó Ferrocarriles Nacionales y concesionó la red a grandes corporaciones privadas. El resultado fue inmediato: la cancelación casi total de los trenes de pasajeros a partir de 1997, al considerarse “no rentables”. El país conservó las vías, pero perdió el servicio público. La lógica de mercado sustituyó a la lógica de Estado.

Con Vicente Fox (2000-2006), considerado por amplios sectores como el peor presidente de México por su incapacidad de construir políticas estratégicas, no sólo no se corrigió el rumbo, sino que se consolidó el abandono. Fox permitió que las concesiones ferroviarias se convirtieran en feudos privados orientados exclusivamente a la carga rentable, sin planeación nacional ni regulación efectiva. México quedó reducido a un sistema ferroviario fragmentado, ajeno a la movilidad social y al desarrollo regional.

El daño fue mayúsculo. Hoy México cuenta con alrededor de 27 mil 700 kilómetros de vías, pero casi todas dedicadas a carga. En contraste, Estados Unidos posee más de 220 mil km, Canadá cerca de 49 mil, y Alemania más de 33 mil, con sistemas de pasajeros que transportan cientos o miles de millones de personas al año. En Europa, el ferrocarril mueve a más de 400 mil millones de pasajeros-kilómetro anuales. En América Latina, incluso con rezagos, países como Brasil o Argentina conservaron servicios de pasajeros estratégicos. México, no.

A partir de 2018, el Estado mexicano inició una corrección histórica. Con Andrés Manuel López Obrador comenzó la reconstrucción ferroviaria de pasajeros: el Tren Maya, con 1,554 km, ya opera en el sureste; el Tren Interoceánico del Istmo reactivó rutas entre Veracruz y Oaxaca; y el Tren Interurbano México-Toluca El Insurgente entró en operación desde 2023. En 2025 se sumó el Tren Ligero de Campeche. Con la llegada de Claudia Sheinbaum se impulsan nuevas rutas: Ciudad de México-Querétaro, CDMX-Pachuca, Querétaro-Irapuato, Saltillo-Nuevo Laredo y la conexión ferroviaria al AIFA.

El reto es enorme: inversión sostenida, liberación de derechos de vía, integración con carga y transporte urbano, y visión de largo plazo. Pero la lección es clara. Los trenes no son un lujo ni una nostalgia: son infraestructura estratégica para la economía, la competitividad, la cohesión social y la soberanía logística. Zedillo y Fox apostaron por desmantelarlos; hoy México intenta, con dificultad, volver a ponerlos en marcha. La historia juzgará quién construyó futuro y quién lo dejó pasar por la vía equivocada.

Temas: