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Un país no se gobierna con decretos

Raúl Cremoux

Raúl Cremoux

Otros ángulos

 

Es natural el refugio que buena parte de la sociedad ha encontrado en las redes sociales. Seguramente porque no tiene otras formas de expresión. De ahí la ironía, burlas y hasta odio para tratar a los hijos y parentela de López Obrador. Los sarcasmos contra Bartlett, las corcholatas, la extendida corrupción, el infierno imparable de secuestros, violaciones, extorsiones y las infinitas variables de la violencia, así como el desastre que viven la educación pública, la ciencia y el que una vez fue el sistema de salud.

Las formas de nuestra vida cotidiana son igualmente cuestionadas. Los valores sobre los cuales reposaban tanto la organización social como las condiciones de transmisión de la vida en sociedad, del saber, el conocimiento y la cultura, están todas en crisis. El aumento de comportamientos antisociales, la decadencia del respeto a maestros, amor al país y al trabajo bien realizado, la duda creciente sobre el futuro económico y laboral nos dicen que el diálogo social está en punto muerto.

No se negocia nada. Todo se impone desde arriba. Sea en edificaciones de dudoso resultado, en jerarquías casuísticas, en descalificaciones arbitrarias, aniquilación de organismos vigentes, en supresión de presupuestos, distanciamiento con tratados internacionales y un largo etcétera. Carecemos de actores sociales representativos, organizados, identificables y lo que es decisivo: confiables. Desapareció la existencia de garantías mínimas que representaban el esfuerzo de la colectividad. Actualmente nos hacemos cruces pensando cómo conservar la autonomía del Instituto Nacional Electoral (antes IFE) y de la ya torpedeada y doblegada Suprema Corte de Justicia.

Ya estamos muy lejos de tener aquella vieja y tan buscada aspiración de un país realmente democrático, seguro, equitativo, armónico. Nos hemos alejado de una sociedad que acepte sus conflictos y que privilegie la negociación y los acuerdos para resolverlos. Anteriormente creíamos que las iniciativas vendrían de la sociedad y que sus actores las asumirían. Ahora sabemos que de eso queda nada, absolutamente nada. Sabíamos que, ninguna ley, ningún derecho, ninguna obligación se imponían por sí mismos porque eso daría lugar a la ley de la jungla: el derecho del más poderoso, del más encumbrado.

Casi todo el siglo XX mexicano se caracterizó por la búsqueda en edificar equilibrios políticos, económicos y sociales con diputados de partido, de representación proporcional, organismos autónomos, internacionales, y muchas inventivas más. Aspirábamos a rehusar fatalidades al tener leyes, reglamentos y organismos que nos dieran la norma y la regla de que nuestros actos concordaran con los discursos: una voluntad firme y no abusiva para tener y contener realidades claras y eficaces. Esa era una aspiración que traspasó al menos a tres generaciones de mexicanos. Sabíamos que la relación moderna de la democracia no estaba cimentada en la expresión del rey Luis XIV, el Rey Sol, quien el 13 de abril de 1655 declaraba “El Estado soy yo”, sino en el hecho de que todo conjunto humano es un lugar de libertad y lo segundo, igualmente valioso: toda acción debe alentar la negociación entre los diversos componentes sociales.

Todo eso hoy no existe. Vivimos una escuela de adoctrinamiento en detrimento de los trabajadores, los asalariados, desempleados y profesionistas debilitando su capacidad de resistencia. El costo social de una política semejante torna la vida cruel e insoportable.

¿Debemos permanecer mudos ante este desafío?

 

 

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