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Prohibiciones que nada prohíben

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

La desconfianza en el adversario –sobre todo cuando el adversario está en el gobierno– llevó a los partidos políticos a sobrecargar el marco legal de restricciones en materia electoral.

Es verdad que la desconfianza no estuvo fincada en la nada. Hubo razones de carácter histórico que convirtieron a las oposiciones en recelosas.

Durante buena parte de la vida del país, las autoridades constituidas han intervenido en los comicios para conseguir ventajas políticas e impedir que las desplacen del poder. Lo han hecho mediante prácticas abusivas, como la manipulación de las leyes, la propaganda gubernamental, la simulación del Estado de derecho o, de plano, la coerción.

Mediante sucesivas reformas electorales, parecía que el cerco se iba cerrando sobre ese tipo de arbitrariedades. Exhibidos en sus marrullerías, los vencedores cedían ante el pudor. Enterados de cómo funcionaban los trucos, los derrotados imponían sus condiciones. Y así se construyó una torre de prohibiciones que se levanta hasta el cielo.

El extremo fue la redacción del artículo 41 constitucional, que contiene las bases sobre las cuales se da la lucha por el poder y que pretende ordenarlo todo: el financiamiento de los partidos, los plazos para hacer proselitismo, la actuación del árbitro electoral, los tiempos de radio y televisión, los recursos de impugnación, etcétera. El artículo es tan largo que tiene casi tantas palabras como la Constitución de Estados Unidos de América.

Lo curioso es que ni siquiera ese cúmulo de advertencias sobre el mal comportamiento ha conseguido que los actores políticos se limiten, pues la efectividad de las restricciones siempre estuvo basada en la disposición de todos de cumplir la ley.

Hubiera sido mejor no perder tanto tiempo en trazar rayas en la arena, pues hoy todos buscan nadar en las lagunas que no pudo secar la abigarrada legislación. Para los candidatos a un puesto de elección popular, es tan importante pedir el voto como echar mano de aquello que no está expresamente prohibido o de lo que no hay modo de sancionar.

El espíritu de la cancha pareja –el cimiento más importante sobre el que se venía construyendo la incipiente democracia mexicana– se ha ido desmoronando ante la inventiva de quienes buscan ganar a como dé lugar.

Un ejemplo clásico es la “entrevista” con un candidato que aparece en la portada de una revista que no circula y que nadie lee, pero que, curiosamente, tiene presupuesto para anunciarse en uno o varios espectaculares. Esa idea derrotó la prohibición de publicitar aspiraciones políticas fuera de los tiempos que establecen las leyes.

Hoy hemos llegado al colmo del cinismo: bardas con eslóganes electorales que aparecen pintadas en la madrugada y que alguien más borra por la noche. ¿Quiénes fueron los responsables? Quién sabe. Las pintó “la gente”, dicen unos. La despintaron las brigadas de servicios urbanos que borran grafitis, justifican otros. Pero, al final, no importa. Ya todos hemos asumido que así es la cosa: se vale violar la ley mientras no lo cachen a uno. Y si lo cachan y ya traspasó el límite de la vergüenza, resulta muy fácil eludir las sanciones. 

Pero llega el momento en que la ley, de plano, tendría que empacar e irse a otro país. Y eso es cuando la máxima autoridad de la República atropella cualquier pretensión de equilibrio político. Quien, como líder de la oposición, llamó “chachalaca” al presidente en turno por afirmar que era mejor no cambiar de jinete a la mitad del río, ahora se da licencia de declarar que si la gente quiere mantener los programas sociales, como la pensión de adultos mayores, “ya saben por quién votar”.

Cualquiera esperanza de que el árbitro electoral metiera en cintura al deslenguado propagandista, muy pronto se esfumó. Lo más que hará la Comisión de Quejas y Denuncias del INE –ante la que se impugnaron las mencionadas expresiones presidenciales– será decirle que “ajuste sus actos y conductas a los límites y parámetros constitucionales”. En otras palabras: señor, por favorcito, pórtese bien y no lo vuelva a hacer.

¡Tanto poner candados, para que se abran con un simple pasador! Mejor hubieran dejado abierta la puerta.

 

 

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