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Autodefensas

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

Estoy de acuerdo con el presidente López Obrador: los grupos de autodefensa no debieran existir. Para usar sus propias palabras, “no se puede hacer justicia por propia mano, nadie puede hacer eso, es ilegal y no debe aceptarse”. Tiene razón.

En un Estado de derecho, la autoridad tiene la obligación de proveer de seguridad a los gobernados. De hecho, es el cimiento fundamental del pacto democrático: los ciudadanos renuncian a defender su vida y sus pertenencias por sus propios medios y depositan esa tarea en el gobierno, que cuenta con el monopolio del uso legítimo de la fuerza.

Lo dice el artículo 21 de la Constitución: “La seguridad pública es una función del Estado a cargo de la Federación, las entidades federativas y los municipios, cuyos fines son salvaguardar la vida, las libertades, la integridad y el patrimonio de las personas”.

Por tanto, una persona o grupo que toma en sus manos la procuración de justicia resulta una perversión del Estado de derecho. Desde luego, hablo de una acción sistemática en ese sentido, no de la legítima defensa reconocida en el artículo 15 del Código Penal Federal.

Además, debemos considerar que, por más legítimas que sean las razones para constituirse, los grupos de autodefensa buscan relevar a las autoridades de sus obligaciones constitucionales.

Lo dijo el propio Presidente en su conferencia mañanera del martes: “El Estado tiene la obligación de garantizar la paz y la tranquilidad”. De acuerdo.

Más aún, los grupos de autodefensa han derivado —en México y otros países— en organizaciones abiertamente delincuenciales. Una vez cumplidos sus objetivos explícitos de proteger a la población contra agresiones por parte de criminales, han hecho de la violación de la ley una forma de vida, robando y asesinando. Es el caso de los paramilitares en Colombia y de los grupos que surgieron en Michoacán para combatir a los cárteles.

Dicho eso, entiendo que la gente decida armarse para repeler la amenaza de los criminales. Cuando la autoridad está ausente, como ha ocurrido y sigue ocurriendo en muchas partes del país, ni modo que los agredidos se queden cruzados de brazos cuando nadie aparece en su defensa.

La creación de autodefensas —como El Machete, en Pantelhó, Chiapas— debe ser vista como un síntoma y no un fin en sí misma. Pasada la condena al hecho de que un grupo haga exhibición pública de fusiles de alto poder, sea un cártel del narcotráfico o un grupo de ciudadanos que se arma para defenderse, lo que debe seguir es una acción contundente del Estado por hacer valer la ley y su monopolio de la fuerza legítima.

Me llama la atención que la reacción del Presidente haya sido más firme ante la aparición de El Machete, el pasado fin de semana, que ante el desfile que realizó en una carretera de Michoacán el Cártel Jalisco Nueva Generación —con metralletas, drones y tanquetas hechizas— apenas una semana antes.

“Es nuestra responsabilidad garantizar la paz y la tranquilidad, y lo estamos haciendo”, expresó el Presidente el martes pasado. Estoy de acuerdo con la primera parte de la frase, pero me parece que la segunda no se sostiene en los hechos.

Y si no, que pregunten a los familiares de Aranza Ramos, quien buscaba a su esposo desaparecido en Sonora y fue asesinada por personas que penetraron en su casa el 15 de julio en Guaymas. O a los seguidores de Simón Pedro Pérez López, activista de la organización Las Abejas, muerto a balazos en Simojovel, Chiapas, el 5 de julio, cuando iba de compras con su hijo. O a los compañeros de Gilberto Tapia Mendoza, becario del programa gubernamental Sembrado Vida, secuestrado el 14 de julio y ultimado tres días después cuando había subido a la sierra de Guerrero para convencer a los jóvenes del municipio de Petatlán de que dejaran de sembrar droga.

La mejor manera de mostrar como innecesarios a los grupos de autodefensa es haciendo cumplir la ley. Y en el caso de México eso implica recuperar los territorios capturados por la delincuencia organizada y asegurar que quienes han tenido que huir de la violencia —como en los Altos de Chiapas, la Tierra Caliente de Michoacán y la Costa Grande de Guerrero—puedan volver a sus casas y sentirse protegidos por la autoridad.

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