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AMLO y la UNAM

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

El conflicto que ha surgido en la Universidad Nacional Autónoma de México ha dado lugar a muchas interpretaciones. ¿Cómo iba a ser distinto en este país suspicaz?

Una de ellas dice que se está preparando el terreno para que el actual rector, Enrique Graue, no aspire a la reelección –a la que tendría derecho, a partir de noviembre de 2019– y pueda entrar en su lugar alguien más afín a la “cuarta transformación”.

No sé si esa intención exista. Tendría que ser muy retorcida la mente de quien envía porros armados a apuñalar a estudiantes para llevar a cabo esa maniobra.

Lo cierto es que si alguien busca influir mediante un cambio en la rectoría de la Máxima Casa de Estudios debe tomar en cuenta la historia de la institución.

Es verdad que algunos rectores han caído en el contexto de movimientos estudiantiles.

El tabasqueño Rodulfo Brito, el guerrerense Ignacio Chávez y el capitalino Francisco Barnés –quienes presentaron su renuncia a la Rectoría en 1944, 1966 y 1999, respectivamente– son claros ejemplos de ello.

Sin embargo, afirmar a partir de ahí que el liderazgo de la Universidad está sujeto a los vaivenes de la política es algo totalmente distinto.

Son contadas las ocasiones que un Presidente de la República ha podido influir en el gobierno de la UNAM, que políticamente tiene más fuerza que un estado del país.

De hecho, desde que existe la Junta de Gobierno, un solo rector ha sido señalado como imposición presidencial. Me refiero a Luis Garrido Díaz, quien ocupó el cargo entre 1948 y 1953, la mayor parte de ese lapso durante el sexenio de Miguel Alemán, el primer Presidente surgido de la UNAM, en la que también estudió Andrés Manuel López Obrador.

En sentido opuesto puede señalarse el infructuoso intento del presidente Gustavo Díaz Ordaz de destituir al rector Javier Barros Sierra durante el conflicto estudiantil de 1968. Éste presentó su renuncia a la Junta de Gobierno el 23 de septiembre de ese año –“Quienes no entienden el conflicto ni han logrado solucionarlo, decidieron a toda costa señalar supuestos culpables de lo que pasa, y entre ellos me han escogido a mí”, señaló entonces–, pero no le fue aceptada por ese cuerpo colegiado.

Entonces, es poco lo que los presidentes han podido hacer cuando les han entrado las ganas de imponer o remover a un rector.

Y eso es, en buena medida, por el equilibro de fuerzas que representa la Junta de Gobierno y el proceso mediante el cual ésta se renueva, que le da una gran estabilidad a la Universidad.

Ha sido más fácil que la UNAM influya en el gobierno que viceversa. Durante muchos años, la Universidad tuvo derecho a una posición en el gabinete. Se trataba, por supuesto, de algo que no aparecía en ninguna regla escrita.

Así que si alguien le ha nacido la calenturienta idea de aprovechar el periodo de transición para crear un conflicto para hacer caer al rector Graue o impedir su reelección –cosa que no es seguro que él quiera–, tal vez lo pueda lograr. Lo que parece muy poco factible es que la Junta de Gobierno accediera a recibir línea desde las más altas esferas del poder.

Buscapiés

Apenas habían pasado unas horas de que se conociera la identidad y el apodo del primer presunto porro detenido por los hechos del 3 de septiembre frente a Rectoría, cuando su madre ya había salido públicamente a justificar al muchacho, quien ya tenía en su haber dos ingresos en el reclusorio. “Mi hijo es carne de cañón”, alegó la señora, entre un improperio y otro. Cuál es ese apodo, se preguntará usted. Uno nunca mejor puesto: El Mamitis.

En un mundo ideal, los trabajadores tienen derecho a cobrar doble el día en que la empresa los manda a trabajar temporalmente en otra ciudad. O a recibir tres meses de aguinaldo. Nadie llora cuando le dan pan. Pero si el precio de ese pan es la destrucción de la fuente de trabajo, entonces esos derechos salen contraproducentes. Nadie puede gastar más allá de sus medios ni endeudarse más allá de sus activos. Ni una persona ni una familia ni una empresa ni un país.

Una medida del desastre económico de Venezuela es el presupuesto público de los municipios. Ayer estuve en Puebla, para asistir al congreso latinoamericano de ciudades inteligentes y pude entrevistar en Imagen Radio a los alcaldes de Lechería (Anzoátegui) y Chacao (Área Metropolitana de Caracas), los opositores Manuel Ferreira y Gustavo Duque, respectivamente. Me contaron que unos cuantos años el presupuesto bajó del equivalente de 250 mil dólares anuales a sólo siete mil, en el primer caso, y de 200 millones a 300 mil en el segundo. En el caso de Lechería, son 20 centavos de dólar por habitante.

 

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