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50 mil 517 muertos

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

 

                                                        

México rebasó ayer la cifra de 50 mil muertos por la epidemia de covid-19. Y eso, hay que subrayarlo, en la cuenta que nos presentan las autoridades.

Si sacamos el promedio por día —desde el 18 de marzo, cuando oficialmente murió la primera persona por la enfermedad— da 358. Eso quiere decir que el coronavirus es cuatro veces más letal que las balas de los criminales que asuelan el país.

Siria, donde se libra una guerra civil desde hace nueve años, que ha costado la vida a 110 personas todos los días, tiene 0.8% de las víctimas por covid-19 de las que tiene México por millón de habitantes.

Y en este caso no es verdad que cuando sale uno de México rumbo a Centroamérica las cosas pasen de Guatemala a Guatepeor. Frente a las 385 muertes por millón que tiene México, Honduras tiene 143; Guatemala, 118; El Salvador, 79; Costa Rica, 37; Nicaragua, 19, y Belice, cinco.

Desde hace unos días, somos el tercer país del mundo en número de muertes. Sólo Estados Unidos, Brasil y México han rebasado este trágico umbral.

Ante el incremento de contagios y decesos que no ha podido ser aplanado ni domado —pese a que el presidente Andrés Manuel López Obrador y el subsecretario Hugo López-Gatell llevan tres meses asegurando lo contrario—, el gobierno federal ha optado por señalar culpables.

El chivo expiatorio que han encontrado ha sido la industria de los alimentos procesados, que, en su interpretación muy forzada de la historia, han provocado que los mexicanos tengamos las comorbilidades que nos hace presa fácil del covid-19.

Sin embargo, como mostraba yo hace unos días, cuando nos comparamos con otros países con alta prevalencia de diabetes, obesidad e hipertensión, tampoco salimos bien librados en las comparaciones.

La realidad es que el gobierno de México se quedó cruzado de brazos ante una pandemia que apareció en China dos meses antes de llegar aquí. El Presidente aseguró que no nos dañaría y, una vez que el covid-19 nos tocó a la puerta, López-Gatell calculó en 6 mil el número de muertos que causaría.

En 160 días, la respuesta gubernamental a la enfermedad ha consistido en abrir espacios hospitalarios, comprar ventiladores y contar diariamente los muertos. Se ha autofelicitado porque los hospitales no se han saturado, pero eso sólo es porque a tres de cada cuatro portadores confirmados los mandan a su casa por 14 días, aunque con esa medida estén condenando a muerte a miles.

Como le digo, durante tres meses los hemos escuchado decir que el covid-19 ya va de salida, y, sin embargo, los contagios y las muertes no dejan de acumularse por centenares al día.

Entre el 23 de marzo y el 31 de mayo, se estableció la llamada Jornada Nacional de Sana Distancia, en la que se suspendieron actividades y se llamó a la población a quedarse en casa. A partir del 1º de junio, en la “nueva normalidad”, comenzó el desconfinamiento, regido por los semáforos epidemiológicos, en los que se autorizó la reapertura de algunos giros comerciales e industriales.

En los 69 días que duró la primera, se acumularon poco menos de 10 mil muertos. En los 69 de la segunda, que se cumplen mañana, más de 40 mil. Es decir, la “nueva normalidad” ha resultado cuatro veces más mortífera que la “sana distancia”.

Hoy es difícil predecir qué tanto más será golpeado el país por la pandemia. Después de 50 mil muertos, cualquier cosa es posible. Y en medio de una recesión mundial, los efectos económicos son de pronóstico reservado. El gobierno puede autorizar la apertura de más negocios, pero no puede crear por decreto la confianza para que la gente los visite.

De haber atendido las recomendaciones internacionales y de haber seguido el ejemplo de los países que han sorteado relativamente bien esta crisis, no tendríamos 50 mil personas muertas, 50 mil familias enlutadas.

Todo por la necedad de hacer como que no pasa nada, por presumir que México puede dar lecciones de salud pública al mundo y por tener una soberbia tan, pero tan grande que hizo imposible pedirle a la gente que adoptara una medida tan sencilla y eficaz como ponerse un cubrebocas.

 

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