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Walt Disney: el mejor político

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

 

Por Jaina Pereyra
 

“El lugar más feliz del mundo”, me habían asegurado una y otra vez. “Un lugar mágico”, insistían ante mi escepticismo. Varias décadas después, confirmo que no exageraban: Disney es un lugar de ensueño.

Es una extraña combinación entre la ingeniería más perfecta y la fantasía más atrevida. Es, en efecto, una máquina de felicidad  minuciosamente engrasada.

Todo funciona a la perfección. El personal encuentra y reencuentra constantemente su motivación. Pareciera que es la primera vez que manejan un autobús a los parques; la primera vez que revisan una mochila; la primera vez que ven niños disfrazados. Preguntan con sonrisa honesta e interés genuino cómo va tu día; hacen bromas, ofrecen respuestas.

Los empleados de Disney se saben parte de una narrativa que los trasciende, conocen el lugar que cada uno ocupa y asumen esa responsabilidad. Es como un pequeño país que replica los mismos valores con los que Estados Unidos se ha asociado discursivamente. Es una estrategia absolutamente genial.

Nadie parece estar juzgando a nadie. Es, efectivamente, “el país de la libertad”. Y por más que trato no puedo recordar haber visto nunca a tantos adultos dispuestos a dejarse llevar en un mundo de ensueño, de confianza, de fantasía.

Empiezo a entender al Estados Unidos del que he escuchado una y otra vez en los discursos de sus políticos. Un Estados Unidos que es distinto pero inherente al de la sofisticación de Manhattan o al entorno incluyente de Washington, DC.

El Estados Unidos de Disney se trata de la posibilidad individual de construir tu sueño, el del individuo que busca aisladamente su “felices para siempre”, pero que también es parte de un relato conjunto que alberga una ideología compartida. La sensación es distinta a la que provoca un concierto o un partido de futbol. No es la emoción que conmueve a un grupo, sino la explicación que lo justifica.

Estados Unidos, una nación con incipiente cultura milenaria, sin castillos, ni sitios arqueológicos, tuvo que inventar una historia propia en donde cupiera toda su diversidad. Uno puede discutir la bondad de su contenido o de sus efectos, pero no de su eficacia. A fuerza de repetición; a fuerza de su aplicación, se consolidó como un país único, ambicioso, libre y posible.Y por eso tienen derecho a soñar, en Disney y en la política; por eso pueden permitirse, también, la grandilocuencia en sus discursos.

En Estados Unidos uno puede atreverse a soñar porque, si todo falla, el Estado te va a proteger. La primera tarea como nación fue procurar instituciones que así lo garanticen. Las reglas se diseñaron, sus garantías se construyeron para que pudiera florecer su historia, a diferencia de lo que ocurrió en México, en donde la historia se trataba sólo de construir esas instituciones.

En cambio, en México toda fantasía es mentira y toda confianza amenaza; por eso no escuchamos discursos de motivación, de ilusión; nadie se permite escribirlos porque es profundamente incómodo. Cualquier vocación de esperanza se convierte en fanatismo; en admiración irreflexiva que se trata de una circunstancia, no de una convicción; una pasión que es motivada por una coyuntura, pero que no genera una identidad compartida de largo plazo, que explique quiénes somos, en qué creemos, qué valores vamos a procurar, independientemente de quién encabece el gobierno.

En México esta dinámica de ensueño no sabe existir; porque vivimos en la amenaza permanente; porque somos la historia de dos cuentos que se unieron queriéndose destruir; una historia que se construye de pasado y no de futuro.

En México, todo cambio es riesgo, toda permanencia es insostenible, toda esperanza es ingenuidad. Por eso no tenemos líderes políticos que nos hablen de proyectos incluyentes y compartidos, de esperanzas posibles, de sueños que se realizan.

Qué hambrientos estamos de narrativas, de empresas que se construyan identidades, de políticos que consoliden sus personajes, de proyectos que busquen ser la historia que va a ser contada. Historias cuyos finales conozcamos y, aún así, nos ilusionen. Historias que, en su certeza de repetición infinita, nos den alguna garantía.

*Especialista en discurso político. Directora de Discurseros, S.C.

 

 

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