La danza del 2019, el limbo

Por Rosario Manzanos Las expectativas en el campo de la danza, como en el de las instituciones oficiales que la promueven, se encuentran en un limbo, en ese espacio intemporal inasible, sin principio ni fin. En principio, la idea sería concebir que la danza, ya sea en ...

Por Rosario Manzanos

Las expectativas en el campo de la danza, como en el de las instituciones oficiales que la promueven, se encuentran en un limbo, en ese espacio intemporal inasible, sin principio ni fin.

En principio, la idea sería concebir que la danza, ya sea en la modalidad profesional, en la de los aficionados y en cualquiera de sus géneros, depende del desarrollo cultural federal, estatal, municipal y de la propia autogestión comunitaria. Por ende, debería existir ya una política cultural acorde con un diagnóstico elaborado con múltiples indicadores que den cuenta de un universo megadiverso.

Pero como en el camino se cruza la palabra “arte” y entender la praxis danzaria no es cosa de políticos, los proyectos institucionales, en una buena parte del país, se han orientado más hacia las ocurrencias que a la procuración ya no del pensamiento crítico, sino de la más elemental sensatez.

 Como viene pasando desde hace décadas, la mejor salida ante la ineptitud son las cifras. El difusionismo, es decir, la “eventitis” a diestra y siniestra se cuantifica e interpreta como una supuesta “atención” al “pueblo”. Y con ello acoto que “pueblo” somos todos.

El fenómeno no es nuevo, es la herencia maldita de múltiples gobiernos anteriores que vieron el arte como “ornato” y, en el caso de la danza, como una actividad no productiva ni redituable.

 Ahora, la situación se ha complicado aún más y simula la imagen de una serpiente que se muerde la cola, porque desde hace algún tiempo, se ha erigido el despropósito de una suerte de “democracia artística” particularmente enfatizada en lo que sería la danza contemporánea, pero que no deja atrás a los otros géneros.

En ella, en la plena coyuntura de la ignorancia, no hay quién sepa o pueda poner filtro y establezca los parámetros elementales de rigor para decidir quiénes sí son aptos para los grandes escenarios o espacios escénicos –no lo limito a los teatros— y quiénes están más bien para ser meramente aficionados, lo cual no impide que se presenten públicamente.

Por ello, hay quienes, sin talento, se sienten artistas, merecedores de becas y exigen el acceso a teatros especializados y treparse al altar de lo intocable. Así, agrupaciones o personas sin formación, estructura o entrenamiento, han avanzado hacia las nubes e incluso consideran que nadie

—mucho menos el público— tiene autoridad para cuestionar lo que hacen y mucho menos si a su “trabajo” lo edulcoran con un rollo delirante seudo-teórico-filosófico, y ahora nacionalista, de lugares comunes.

A veces a codazos y a veces con fanfarrias, muchos de ellos se han ido acomodando y han acumulado en su currículum mucho papel, pero, en lo cotidiano, cuestionables resultados en el foro. Y no me refiero a las nuevas generaciones únicamente, sino a un gremio de diversas edades que, si se autodepurara con seriedad y rigor, sería exitosísimo. Porque de que hay talento, hay.

Pero a las instituciones les viene bien la “democratización”, porque en ese macabro actuar tampoco se exige ser profesional: no hay dinero para pagar y no se paga porque no hay, en una buena parte de los casos, profesionalismo. Las carteleras de norte a sur del país muestran ese mismo patrón. Con ello, el proceso del desarrollo cultural y artístico de un gremio menospreciado de por sí, está mermado.

Semejante situación es lamentable para artistas como: Cecilia Lugo, Óscar Ruvalcaba, Miguel Ángel Zamudio, Rafael Zamarripa, Lidya Romero, Víctor Manuel Ruiz, Francisco Córdova, Rolando Beattie, Abdiel Villaseñor, Ema Pulido, Jorge Vega, Antonio Rubio, José Luis Juanes,Gabriela Medina, Pablo Parga, Henry Torres, Raúl Tamez, Marcela Sánchez y Rossana Filomarino, por señalar a unos cuantos que se mantuvieron entre lo mejor del 2019, y que se sostienen creando contra viento y marea.

Ellos y otros cuantos más compiten a diario con villamelones, por el derecho a los espacios escénicos y obtener un sueldo digno.

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